sábado, 31 de octubre de 2015

SUGERÍ EL DIÁLOGO CORDIAL.


  Recientemente tuvimos un problema laboral en la empresa donde presto mis servicios. Yo fui designado para hablar en representación de los empleados, después que lo hiciera el encargado de llevar la voz cantante y sonante de los empresarios. Este señor habló en un tono que hizo levantar murmuraciones de desaprobación entre los trabajadores. Cuando me correspondió tomar la palabra lo hice en tono moderado, conciliatorio, de acuerdo con las recomendaciones de ¨El libro más útil del mundo¨y ¨Metafísica Práctica¨. Durante mi intervención, los ánimos que habían estado un poco caldeados se calmaron. Yo sugería que se dialogase en un clima de cordialidad, procurando llegar a un acuerdo. Pedí que tuviésemos disposición de ánimos y buena voluntad para encontrar la solución. Dije que si no llegábamos a un entendimiento ese día, que intentásemos encontrarlo al siguiente día, siempre con el mismo espíritu de paz.

JOSÉ FARID H.

MAKTUB.



  Una amiga tomó a sus tres hijos y decidió irse a vivir a una pequeña hacienda en el interior de Canadá. Quería dedicarse sólo a la contemplación espiritual.
En menos de un año, se enamoró, se casó otra vez, estudió las técnicas de meditación de los santos, luchó por un colegio para sus hijos, hizo amigos, hizo enemigos, descuidó su tratamiento bucal, tuvo un absceso, hizo autoestop bajo tempestades de nieve, aprendió a arreglar el coche, a descongelar las tuberías, a estirar el dinero de la pensión para llegar hasta fin de mes, a vivir del subsidio de desempleo, a dormir sin calefacción, a reírse sin motivo, a llorar de desesperación, a construir una capilla, a hacer reparaciones en casa, a pintar paredes, a dar cursos sobre contemplación espiritual.
-Finalmente comprendí que la vida en oración no significa aislamiento -dijo-. El amor de Dios es tan grande que hay que compartirlo.

PAULO COELHO.

IDILIO.



  La pulida paverilla
-¡un capullo de amapola!-
huelga con el paverillo
en la linde de la hoja.
La pavada anda buscando
hormiguitas y langosta
en los cercanos baldíos,
que no tienen otra cosa.
Sentada está la pavera
del lindón sobre la alfombra,
y el pavero de rodillas,
como adoran los que adoran.
Ella a juntado en el halda,
donde los tallos les corta,
un montón de bien cerrados
capullitos de amapola.
Sin romperlo en sus dedillos,
uno coge cuidadosa
y se lo muestra al muchacho
preguntando; -¿Fraile o monja?-
Y esperando se le queda
¡más picaresca y más mona!..
El capullo será fraile
si tiene rojas las hojas,
pero si las tiene blancas,
el capullo será monja.
Y el extático el paverillo,
con ojazos que interrogan,
contempla el misterio, y duda,
y se agita, y se emociona,
y mira luego a la niña
que lo apremia, que lo azora,
y lleno del hondo pánico
que presiente la derrota,
se lanza a dar la respuesta
como el que a morir se arroja.
Y apenas ha dicho; -¡Fraile!-,
con la voz un poco ronca,
rompe la niña el capullo
y exclama entre risas; -¡Monja!-
Y apenas ha dicho el niño;
-¡Monja!- con voz temblorosa,
-¡Fraile!- le grita riéndose
la paverilla burlona...
¡Está más torpe el muchacho!...
¡La niña tanto lo azora!...
¡Y luego, es tan misterioso
un capullo de amapola!...
¡Como que yo no diría
jamás ni fraile ni monja!...

JOSÉ Mª GABRIEL Y GALÁN.

viernes, 30 de octubre de 2015

MAKTUB.



  Una noche, el maestro se reunió con los discípulos, y les pidió que encendiesen una hoguera para que pudiesen conversar en torno a ella.
-El camino espiritual es como el fuego que arde ante nosotros -dijo-. El hombre que desee encenderlo ha de soportar el humo desagradable, que hace que la respiración sea difícil y que produce lágrimas en los ojos.
Así es la reconquista de la fe.
-Sin embargo, una vez que el fuego está encendido, el humo desaparece, y las llamas lo iluminan todo, dándonos calor y calma.
-¿Y si alguien encendiera el fuego por nosotros?
-preguntó uno de los discípulos-. ¿Y si alguien nos ayudase a evitar el humo?
-Si alguien hiciese eso, sería un falso maestro que puede dirigir el fuego a su voluntad, o apagarlo en el momento que quiera. Y como no enseñó a nadie a encenderlo, puede dejar el mundo entero a oscuras.

PAULO COELHO.

LOS GALLOS.

  No sé a qué comparar el malestar aquel, Platero... Una agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera de nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez una bandera española sobre el cielo azul de una plaza de toros... mudéjar... como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y amarillo de disgusto como los libros de Galdós, en las muestras de los estancos, en los cuadros malos de la otra guerra de África... Un malestar como el que me dieron siempre las barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del Puerto, las estampitas del chocolate...
¿A qué iba yo allí o quién me llevaba? Me parecía el mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la banda de Modesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco... Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri, ese torero gordo y lustroso de Huelva... La plaza del reñidero era pequeña y verde; y la limitaban, desbordando sobre el aro de madera, caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos... Hacía calor y todo -tan pequeño; un mundo de gallos! - estaba cerrado.
Y el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar, dibujándose como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores carmíneas, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con los espolones con limón... o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí siquiera...

Pero y yo, ¿por qué estaba allí, y tan mal? No sé... De vez en cuando miraba con infinita nostalgia por una lona rota, que, trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un naranjo sano que en el sol puro de fuera aromaba el aire con su carga blanca de azahar... ¡Qué bien – perfumada mi alma – ser naranjo y flor, ser viento puro, ser sol alto!
...Y, sin embargo, no me iba...

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.

RECUERDO.



A José María Uzelai


En la falda de una sierra
tengo plantado mi pueblo,
sus casas son todas blancas
y verde siempre es su ruedo.


En la falda de una sierra
puse yo mi pensamiento,
mi pensamiento de niño
que aún está vivo en mi pecho.


¡Ay mis noches del verano,
cuando las casas del pueblo
albergan luceros pálidos!


¡Ay madrugadas de invierno,
que de sol, de frío y de escarcha
todo mi pueblo está lleno!


¡Sésamo del tiempo, ábrete,
que quiero estar en mi pueblo!

( Poesía de perfil, 1926)

JOSÉ MARÍA HINOJOSA.

miércoles, 28 de octubre de 2015

EDUCACIÓN.


  El maestro de la escuela de tiro con arco tenía fama de ser además un verdadero Maestro de la Vida.

Un día, el más aventajado de sus discípulos logró hacer tres dianas seguidas durante una competición de carácter local, y todo el mundo estalló en aplausos. Las felicitaciones llovieron sobre el discípulo... y sobre el Maestro.

Pero éste no parecía estar impresionado. Daba incluso la sensación de querer quitarle importancia al hecho.

Cuando, más tarde, el discípulo le preguntó la razón de su actitud, el Maestro le dijo: Aún te falta por aprender que el blanco no es el blanco.¨

¨¿Y qué ES el blanco?¨, quiso saber el discípulo.

Pero el Maestro no se lo dijo. Era algo que el joven tendría que aprender algún día por sí mismo, porque no podía decirse con palabras.

Un día descubrió
que lo que tenía que ambicionar
no era el éxito,
sino la actitud;
no el blanco,
sino la desaparición del ego.

ANTHONY DE MELLO.

CITA HACIA DENTRO.


¿Tanta luz? ¿tanta muerte?
¿tanta rosas en el día?...
(Curva el sol sobre el tiempo
sus llamas en sortija.)


Encadenado el mundo
a su exacta medida,
tanto debe a su fuego
como a su sombra viva.


Tanta hermosura fuera,
de nuestro amor se olvida.
No me dará descanso
para alcanzar la dicha.


Con el sol sobre el cielo,
hoy nunca te vería,
que pesa más que el hombre
la luz que lo ilumina.


La noche, en cambio, tiene
al sol bajo sus aguas.
Sus páginas oscuras
viven deshabitadas.


¡Qué soledad nos brinda,
para el amor, su estancia!...
(Toda la sombra es mundo
y, el mundo, tu mirada...)


En el centro del mundo,
bajo el sueño -en sus alas-
te harás toda silencio,
apretada en mi alma.


La esfera de la noche
a un nuevo amor nos llama...
La rosa de lo eterno
a los dos nos amarra.


Deja el sol; deja el cuerpo,
ya vendrán otras albas...
¡Voy a coger el sueño!
¡Te espero en su terraza!

(Memoria del olvido, 1940)

EMILIO PRADOS.

martes, 27 de octubre de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

LI
  A pesar de que va muy abrigado, tiene frío, los músculos en tensión; pero camina decidido. Acaba de cumplir diez años, es fuerte, aunque mas bien bajito para su edad.
-Relájate, sentirás menos frío.
Gira la cabeza. El viento le peina cuando mira al padre. Le da un repelús. Umberto sonríe. Van en paralelo, Paolo saca la manopla al tiempo que levanta la cabeza dejando la cara más desprotegida de la bufanda. Señala al frente sin decir nada, se ha dado cuenta por la arquitectura del edificio que debe ser el Museo. Le gustan.
Está contento, por ver cosas nuevas, por ir con su padre y porque, en este viaje, estrena lentillas. Dice adiós a las gafas, aunque sabe que cuando esté en casa las debe usar a la hora de estudiar, ver la tele o usar el ordenador. El padre no se lo tendrá que recordar. Pero para el colegio o para salir a la calle, las gafas se ha terminado.
Ahora tampoco hay que decirle nada, sabe esperar hasta aclimatarse. Busca dónde está el guardarropa del Museo, toma su ficha y se la guarda, actúa independiente de su padre, libre. Con frecuencia, los empleados sonríen y le dicen algo; él devuelve el comentario, la sonrisa, y a lo suyo. Mira observa, apenas habla, y cuando lo hace generalmente es para preguntar. Con frecuencia pone al padre en dificultades. Tiene una sensibilidad especial, el puñetero se queda con todo.
Cuando está en casa viendo la televisión, en cualquier momento suelta el nombre del lugar nada más aparecer en pantalla, antes que el comentarista, al segundo. Solo una imagen de una calle anónima por la que ni siquiera han caminado..., y dice el nombre de la ciudad si ha estado en ella.
-¿Cómo sabes que es París?
-Los tejados, las fachadas, el estilo, la gente, la luz...
Al padre le parece casi imposible, incluso para un universitario como él mismo.
Y es que el año tiene trecientos sesenta y cinco días con sus mañanas, tardes y noches, además de las distintas épocas estivales y condiciones climatológicas. Las posibles combinaciones que se pueden dar sobre una misma imagen dependiendo en el momento que esté tomada son casi infinitas. Sin embargo, el pequeño Di Rossi en un instante, en un flash, el nombre de la localidad. Tenía una gran memoria, seguro, y algo más... Sus padres lo terminaron definiendo como un don por el que era capaz de quedarse con la esencia y el sentido de las cosas.
Umberto se quita el sombrero, el abrigo, abre la bufanda. Es alto, fibroso, fuerte y aún delgado, aunque bastante menos que en su juventud, que estaba hecho un spaghtti, con aquella nariz grande; los años le habían sentado bien, como le ocurre a muchos feos, que con la edad mejoran. Ahora siempre va muy pelado, rapado a los lados y arriba apenas si el cabello alcanza un centímetro de longitud. A partir del lóbulo de la oreja comienza la barba bien formada, bajo el labio inferior ya aparecen algunas canas. Viste de sport, unos pantalones de pana beige y una chaqueta marrón, con coderas; no lleva corbata, da la imagen de un intelectual aventurero.
Cruza una sonrisa con la señora del guardarropa, donde dejan depositadas las prendas de abrigo. Su hijo llama la atención, y ahora que no lleva las gafas con esos cristales donde se dibujaban círculos concéntricos, su aspecto mejora notablemente; se aprecian mejor esos preciosos ojos azules que el padre no sabe de dónde ha podido sacar. En eso está pensando cuando lo deja que tome la iniciativa mientras permanece a su lado como un amigo.
Lo sigue. El Renacimiento alemán; el Barroco holandés, Rembrandt; gran cantidad de grabados de Durero. Umberto sabe que en el Standel estuvieron depositados los sesenta y siete cuadros y las setecientas láminas que fueron declaradas ¨arte degenerado¨ por el parido nazi, que serían nazis y le aplicaron el calificativo de ¨degenerado¨, pero reconocían su valor cuando pusieron a buen recaudo la colección fuera de la ciudad para que no se viera afectada por los fuertes bombardeos a que fue sometida la población y el mismo Museo durante la II Guerra Mundial. Ese hecho es el que ha permitido que lleguen hasta nuestros días.
El impresionismo, Degas, Renoir, también Picasso, pero el pequeño Di Rossi tiene una tendencia natural que de alguna manera alegra a su padre; siente predilección por la pintura del Renacimiento Italiano, y se adelanta sonriente, hipnotizado, directo hacia un pequeño cuadro.
-Mira, papá, La gioconda.
Umberto recuerda aquella pintura, la ha visto en varias ocasiones en fotografías. Evidentemente no es la Gioconda que permanece en el Louvre de forma permanente. Se acerca despacio, haciendo aquel gesto que su hijo le ha visto hacer tantas veces cuando fija atentamente la vista en algo, no porque le haga falta, también lleva lentillas, sino porque ya forma parte de sus gestos habituales; engurruñe los ojos y muestra algo la dentadura, como si sonriese. Lee en el pequeño letrero que está en el lateral. Efectivamente, es quien él recuerda. Dos pasos atrás y le pone la mano izquierda cariñosamente sobre el hombro al tiempo que señala con la derecha.
-Lucrecia Borgia -dice Umberto.
El pequeño Di Rossi se acerca al cuadro. Aprovecha para dejar atrás la mano de su padre, lee y regresa.
-Retrato ideal de una mujer, supuesto retrato de Lucrecia Borgia.
-Bartolommeo Veneto lo pintó.
-Ya.
-Pero se supone..., los expertos dicen que esa joven es Lucrecia Borgia.
-Bien, será, pero también es la Gioconda.
-¡¿Cómo?!
Justo dos años antes habían realizado la primera escala en París y nunca le volvió a hablar de aquel cuadro del Louvre que a él, como al numeroso público que durante años ha pasado delante, tanto le ha llamado la atención.
Razonó unos segundos.
-Pero ¿cómo va a ser la Gioconda... Lucrecia Borgia? -Aún no habían llegado a su país, y el padre ya hacía aquel gesto italianizado apiñando los dedos de la mano.
-Me da igual -dice el pequeño Di Rossi sonriendo-, si quieres lo digo al revés: Lucrecia Borgia es la Gioconda.
-Tampoco, te debes estar confundiendo.
-Qué va, ¿no lo ves? Es la misma, aquí más joven y en el cuadro del Louvre con más edad.
El enano seguía sonriente, tranquilo y seguro de lo que decía, como si aquello fuera lo más evidente del mundo.
El padre, que lo conoce y sabe que no falla una, después de razonar unos segundos comienza a notar nuevas sensaciones.
-Pero este cuadro no está pintado por Leonardo Da Vinci pregunta-afirma Umberto, poniendo una pequeña trampa.
-No, qué va...
Siguió con la cara de satisfecho admirando la pintura.
¨Menos mal¨, piensa Umberto mientras da un suspiro.
El cuadro fija la atención de Paolo de tal forma que el padre comienza a pensar que su hijo ha recibido un flechazo. Bueno, ya se acerca a la edad, y la joven del cuadro representa tener una posiblemente inferior a la que debía tener Lucrecia Borgia cuando posó, en caso de ser realmente ella. El seno desnudo, todo un atrevimiento en la época, es irreal en una mujer con más de veinte años y ya madre. Umberto repasa el resto de los detalles..., el pequeño ramillete de cinco flores, tres de ellas margaritas, lo sostiene delicadamente entre los dedos de su mano derecha levantada.
¨Sí, el pecho es de una chica de unos trece años máximo, pero también podrían ser dos años más o menos. De ser Lucrecia Borgia es imaginario, lo ha pintado como ha considerado, posiblemente para quitarle la carga erótica¨.
Pone la calculadora mental en funcionamiento a ver si se sostiene la hipótesis de su hijo o la puede derribar a la primera de cambio.
¨Leonardo nació en el 1452 y murió en 1519, sesenta y siete años, sí, correcto. Lucrecia Borgia..., Lucrecia..., no me acuerdo. Vamos a ver, era hija ilegítima del Papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia, que estaba al frente de la Iglesia en 1492, sí, celebró con una corrida de toros en Roma cuando la toma de Granada, evitó la guerra entre España y Portugal dictando las bulas papales en 1493 mediante los cuales establecía la división del Nuevo Mundo, la llamada Línea Alejandrina, y en 1494 otorgó a Isabel y Fernando el título de Reyes Católicos..., por tanto eran contemporáneos, vale¨.
Umberto nota cómo entra en calor después de estos pensamientos.
¨Tranquilo, vamos a ver, despacio, los datos de Leonardo Da Vinci es posible que los conozca Paolo, pero los de Lucrecia Borgia no creo, aunque...¨
El padre vuelve a escudriñar el estar de su hijo.
¨A ver si este...¨
Se atusa la barba mientras sigue pensando: ¨Ha visto el cuadro en Internet, le ha gustado la chica y yo voy a creer lo que no es¨.
Le tranquiliza un poco este último pensamiento.
-Bueno, ¿seguimos? -le pregunta al hijo.
-No, tardo poco, sigue tú, ahora voy -le contesta sin mover la vista ni el cuerpo un solo ápice.
Umberto inclina un poco la cabeza para ver la parte concreta del cuerpo de la joven que está mirando su hijo, aunque por la red, quisiera o no quisiera, podía ver desnudos en el mejor de los casos, y bastante más por lo general. No le habría sorprendido que estuviese observando el pecho, pero no, parece que está concentrado en el rostro, la mirada y los adornos de la cabeza, sobre la que hay también ramas de olivo.
¨Apenas se conocen pinturas de Lucrecia Borgia, en todas se la representa con el pelo muy rubio, pero de hecho no hay ningún cuadro o retrato en el que aparezca ella y se sepa a ciencia cierta que es ella... Espera, en el Vaticano hay unas pinturas donde supuestamente aparece. ¿Corresponderán realmente a Lucrecia Borgia? Es raro que no haya ninguna pintura que de seguridad de que se trate de ella, siendo quien era, lo conocida que fue ya en su época por su belleza, las habladurías, el poder del padre y del hermano César Borgia... ¡Para, para!, ¡ahí está!, ¡Leonardo da Vinci trabajó para César Borgia! ¡Tuvo que conocerla, claro!, Lucrecia era una de las personas más importantes para su hermano César...¨.
Umberto había leído a multitud de historiadores que daban por cierto el que César Borgia estuvo enamorado de ella. También recordó cuando estudiaba los Papas de aquella época, se afirmaba que Lucrecia tuvo un hijo, Giovanni Borgia, fruto de la relación incestuosa con su padre, el Papa, y también se llegó a decir que el padre era César, el hermano, pero es que hubo además otro que quiso apuntarse la paternidad, Perotto, el hombre que hacía de mensajero entre Lucrecia y su familia.
¨¿Qué tenía aquella joven, además de belleza, que era capaz de provocar toda esa seducción?¨.
En un instante le apareció en su mente aquel viaje por España, Andalucía, cuando aún no conocía a Violeta, unos días de diciembre en los que hizo un tiempo buenísimo. Málaga, con una luz igual a la de Nápoles y su magnífica catedral, ¨La Manquita¨, así la llaman, pues le falta una de sus torres, está inacabada.
Entró en ella, preciosa, limpia, y nada más iniciar el recorrido se fijó a la derecha de la entrada, había unos paneles más altos que él de color amarillento, formaban un largo mural en el que de forma esquemática y sencilla se exponían cronológicamente cada uno de los Papas que habían existido, los años de su pontificado y los periodos culturales que se estaban produciendo al mismo tiempo. Sonrió. El año ¨1500¨ estaba allí en grande, también ¨El Renacimiento¨, y debajo el recuadro donde debía estar el nombre del Papa que había en ese momento..., en blanco, borrado, tachado de la lista de los Papas. Estaban todos menos él, Alejandro VI. Los españoles habían omitido a un Papa español. Perduraba la mala fama que sobre él se encargó de difundir el Papa Julio II... Pero alguien, con un bolígrafo azul, había pintado una fecha que terminaba en el centro del recuadro y había escrito: ¨El Papa Borgia¨.
¨Leonardo Da Vinci tuvo que conocer a Lucrecia Borgia, ¡maldita sea!¨.
Vuelve a agitarse. En la distancia ve al hijo y al cuadro, después baja la cabeza y mira la punta de sus zapatos, hace ese gesto suyo de agudizar la mirada, repasa mentalmente.
Tras unos minutos llega a una conclusión, no recuerda ningún escrito que recoja esa relación, que se hubiesen conocido o coincidido en algún acto; pero Umberto Di Rossi ya comienza a pensar, en ese momento, que quizá sea lo más probable.
Camina hacia el hijo, es lo que más le preocupa en ese instante. Se pone a su lado. El pequeño Si Rossi nota como si le llegara un soplo de aire que no le es desconocido, y hace algo que poquísimas veces ha visto y sentido Umberto, incluso cuando era muy niño; levanta la mano instintivamente y coge la del padre, que, desacostumbrado, siente un amor infinito por el hijo. Pasa unos segundos emocionado, lleno de una satisfacción plena, después cumple con su obligación.
-Paolo, no vayas a decir a nadie lo que me has dicho a mí. Hay que asegurarse muy bien de las cosas antes de hablar.
-No te preocupes, papá. Me ha gustado mucho verla aquí, era muy guapa..., porque en el cuadro de La Gioconda todos dicen que es guapa, pero yo solo la veo sencilla y delicada, posando amablemente para ser pintada; el toque enigmático solo se lo puede dar el pintor, no es de ella.
-Tampoco para Leonardo era una modelo cualquiera, captó su aura, estaba ante una mujer famosa, de la que todo el pueblo hablaba.
-Él la apreciaba, le transmitía nuevas sensaciones.
A Umberto Di Rossi, profesor de Historia en una de las universidades más importantes del mundo, lo está asustando su hijo de diez años que apenas le pasa de la cadera.
En el mismo museo compra un póster a tamaño natural del cuadro de Bartolommeo Veneto y otro de la Gioconda.
Los podremos estudiar mejor.
-No hace falta, papá.
¨A ti no, pero a mí sí. El niño¨.
También adquiere una biografía de Leonardo da Vinci y Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, de Giorgio Vasari, arquitecto, pintor y escritor de la época, imprescindible para estudiarla. Eso y el ordenador que lleva consigo dentro de su cartera Samsonite que siempre le acompaña, será suficiente.
Mientras el padre está en la cola para pagar, el pequeño Di Rossi pasea por la tienda echando un vistazo, no pide nada. Umberto observa cómo está pendiente de un niño que tiene una madre en brazos. El crío no para de llorar. La madre desesperada, se lo pasa a su pareja. Este lo mece con más energía, pero solo consigue que el niño llore con más fuerza. De pronto cunde la alarma, ahora no llora, parece que no respira, ha quedado traspuesto, le ha dado un síncope, la madre se pone histérica, grita. El padre aumenta las sacudidas, el colo morado llena la cara del pequeño. Todo el público está expectante.
-¡Señora, señora! -la llama el pequeño Di Rossi cogiéndola de la mano y tirando con fuerza.
-¡Mi hijo! -grita mientras baja el rostro. Se encuentra con la mirada serena de Paolo.
-Tranquilícese, solo tiene que soplarle un poco en el rostro para que él note su aire.
-¡¿Qué?! ¡¿Cómo?!
-Sóplele despacio en el rostro.
En el nerviosismo, la mujer no es capaz de razonar, solo de obedecer.
-Vámonos -dice Umberto cogiéndolo esta vez él de la mano, no quiere que presencie lo que está ocurriendo.
El pequeño Di Rossi no dice nada, obedece como siempre, sigue a su padre.
Mientras tanto, la madre consigue hacer lo que Paolo le ha dicho, soplar intentando hacerlo muy despacio, transmitiendo todo el amor que tiene a su hijo, y este de inmediato toma ese aire y parece que resucita. Tras otra buena bocanada, paz. El bebé se queda tranquilo como si nada hubiera ocurrido.
La señora coge al niño y se da la vuelta, busca a Paolo, no lo encuentra. Piensa que todo es muy extraño, casi irreal.
¨¿Habrá sido un ángel...?¨.
Siempre lo recordará.
Dejan todo en la habitación del hotel y vuelven a la calle. Aunque la temperatura sube poco, no paran, caminan y van viendo esta preciosa ciudad donde se ubica la sede del Banco Central Europeo.
El hijo va como si nada nuevo hubiese ocurrido en su vida, sin embargo, Umberto no para de darle vueltas a la cabeza. Necesita tranquilizarse, calmarse, antes de comenzar a analizar datos. Es lo que tiene que hacer para ver lo más objetivamente posible todo.
Intenta distraerse centrando la atención en temas banales; la gran cantidad de sedes bancarias, cuatrocientas de todo el mundo. También le llama la atención que es muy cosmopolita, ¨solo un treinta por ciento de sus habitantes son alemanes¨, lee en un folleto turístico y, algo en lo que ya había reparado, los rascacielos y el agua del río Meno -Main en alemán- hacen que la llamen Mainhattan.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

L
¨ ¿Por qué es todo tan injusto? No lo comprendo. Si no actúas y permaneces quieto frente a un agresor, este te quita al ser querido; y si le haces frente defendiéndote, también. No, no lo comprendo¨. En estos pensamientos estaba Paolo mientras hablaba el Director.
-Quiero que sean usted y su hijo perfectamente conscientes de la situación tan delicada en la que ha puesto a este colegio la actuación de Di Rossi. Lo que ha ocurrido no tiene precedentes aquí y como comprenderá, su hijo no puede permanecer en esta institución ni...
-Paolo, sal y espera.
-Esto lo debe escuchar también su hijo.
-Yo decido lo que es conveniente que escuche y lo que no.
-Umberto giró la cabeza hacia Paolo e hizo un gesto afirmativo.
De inmediato se levantó y salió sin decir nada, mientras cerraba la puerta aún escuchó algo.
-No debemos ocultarles la realidad de la vida y las consecuencias de sus actos. Cuando su esposa se sentó donde está usted hace un año, hizo lo mismo -Umberto mostró extrañeza, no sabía de qué le estaba hablando-, le mandó salir también cuando me quiso comentar algún problema de inadaptación al colegio que ella pensaba que existía, por supuesto estaba equivocada. Umberto recordó entonces que aquella misma noche lo hablaron.
-No era mi esposa, sí mi mujer, mi pareja.
-Ahora comprendo...
-El qué, ¿por qué mi hijo es así?
-Todo influye, es evidente.
-Efectivamente, y para mí es más claro aún -dijo Umberto acercando el cuerpo a la mesa-. Es verdad que viendo a los críos en el colegio se sabe por lo general cómo es la familia de la que proceden. Pero para eso hay que ver, y usted me da la impresión de que no ve... NADA MÁS QUE EL APELLIDO.
-Si me quiere decir que aquí se ha discriminado a su hijo, eso es una acusación muy fuerte que va usted a tener que demostrar, o retirar inmediatamente. No voy a permitir que el buen nombre del colegio se vea manchado por acusaciones como las que usted está vertiendo en estos momentos.
-¿Cómo es esto?, ¿nunca ha ocurrido nada anteriormente? No me lo creo. O es que todo lo que ha sucedido en otras ocasiones siempre lo ha tapado? Buenos contactos debe tener usted Umberto sonreía con ironía y el Director desviaba la vista con una sensación contradictoria, por un lado esas palabras le ponían en su mente pequeñas victorias siempre resueltas a su favor..., y las situaciones delicadas en que se había visto envuelto a lo largo de los años-, por lo tanto, los enemigos también deben de ser numerosos -continuó Umberto, el Director no fue capaz de levantar la cabeza retando como unos instantes antes, como siempre hacía si alguien se atrevía-. Voy a tirar de la manta a ver cuántos salen.
Desafió. Los que se consideran con algo de poder responden de inmediato. Si están sentados en esos momentos en su despacho, empujan hacia atrás sus espaldas, y es cuando notan el respaldo del sillón que les hace sentir fuertes. Desde allí mismo pueden manejar contactos, adaptar situaciones para que le sean favorables. Este Director sabía mucho de eso, era todo un experto, y ya había escuchado lo suficiente.
-Levántese y salga de mi despacho -dijo enérgico buscando algo de fuerzas para transmitir seguridad; pero en Umberto hizo el efecto contrario al que pretendía, estaba cada vez más tranquilo, y por la reacción supo que algo había.
-Parece mentira que mi hijo lleve años en este colegio y usted no lo conozca ni mínimamente, o igual es todo lo contrario, lo conoce perfectamente. Ha servido de PELELE para este tipo de chicos que siempre existen en los colegios. Paolo no tiene los apellidos, es solo un ¨Di Rosssi¨ sin nobleza alguna. Umberto se levantó como le había ordenado, solo que no se marchó, habló suave y despacio-. Es usted exactamente lo que parece, UN CERDO. -La ira contenida le subía por el rostro al Director. Conozco perfectamente a mi hijo, y como usted ya sabe, nunca se queja, nunca se iba a quejar, y si lo hacía..., aquí estaba usted para decir que son cosas propias de la edad. Rodeaba la mesa, se aproximaba, el Director empujaba la espalda contra su sillón y por primera vez no se sintió respaldado-. No, seguro que usted no ignoraba lo que pasaba, a esa edad se les ve claros, ¿quiénes son? -Umberto se sentaba sobre la mesa y se giraba buscando algo con la mirada.
-¿Qué?, ¿quién? - No entendía nada, aunque algo intuía.
Umberto encontró un antiguo abrecartas, le podía venir bien, lo cogió.
-A los que el bastardo Di Rossi ha abierto la cabeza, sus apellidos, su linaje, ¿quiénes son? -Empujó con la punta del abrecartas la papada, el respaldo del sillón no le permitió llevar más atrás la cabeza, a Umberto le llamó la atención el inmediato cambio de color en el rostro, ahora muy pálido, y el contraste que hacía con la piel negra del asiento.
-Cheney y..., por favor...
-Por qué, usted ha permitido esa situación para que ¨Di Rossi¨ responda de forma violenta por primera vez en su vida, cuando ya no ha podido aguantar más. Ha sido la defensa lógica de un acoso, y conociendo a ¨Di Rossi¨ ha debido de durar tiempo.
-Enfatizaba cuando pronunciaba su apellido.
-Por favor..., me está haciendo daño. -La respiración entrecortada, no movía un músculo del cuerpo, solo el gesto de dolor en el rostro.
-Podía haber tenido incluso peores consecuencias, y el verdadero responsable habría sido usted, lo ha permitido. Ahora vamos a hacer justicia.
-No, no, por favor... -lloraba-, piense en su hijo.
-¿Pensó usted en él cuando era su responsabilidad?
-Lo siento..., lo siento..., me he equivocado, debí estar más pendiente, ayudarle a superar la muerte de su madre, son muchas las preocupaciones que tengo, de verdad, usted no me cree, es imposible estar en todo, pero su hijo es un niño especial, quedará marcado para toda la vida, ¿no se da cuenta?
-Pues claro que sí, como también me doy cuenta de que se ha orinado usted en los pantalones.
Umberto dejó caer el abrecartas sobre la mesa mientras el Director resoplaba entre el llanto. Recorrió el despacho hacia la puerta, en ese instante pensaba que si él supiera que iba a morir en poco tiempo, unos meses, por una enfermedad o un accidente de tráfico, dedicaría ese poco de tiempo que le quedaba de vida a ajustar cuentas, tenía ya unas cuantas pendientes, y el hombre que le quedaba a sus espaldas estaría en la lista. No tendría con él la más mínima piedad.

ANTONIO B. BAENA.

lunes, 26 de octubre de 2015

EL LIBRO DE ORO.

-311-
  El que verdaderamente ama, nunca mira su provecho.
-312-
  Solamente pueden consolar al triste la razón y el trabajo honesto.
-313-
  No se confiesa obligado quien no recibió.
-314-
  No hay cosa tan cara como la que con ruegos se compra.
-315-
  Insufrible cosa es haber de rogar por lo que se concedió.

SÉNECA.

EDUCACIÓN.



  Un guru estaba dando clase a un grupo de jóvenes discípulos. En un determinado momento, éstos le pidieron que les revelara el sagrado ¨Mantra¨ por el que los muertos pueden ser devueltos a la vida.

¨¿Y qué pensáis hacer con una cosa tan peligrosa?¨, les preguntó el gurú.

¨Nada. Sólo es para robustecer nuestra fe¨, le respondieron.

¨El conocimiento prematuro es peligroso, hijos míos¨, dijo el anciano.

¨¿Y cuándo es prematuro el conocimiento?¨, preguntaron ellos.

¨Cuando le proporciona poder a alguien que aún no posee la sabiduría que debe acompañar al uso de tal poder.¨

Los discípulos, no obstante, insistieron. De modo que el santo varón, muy a su pesar, les susurró al oído el ¨Mantra¨ sagrado, suplicándoles repetidas veces que lo emplearan con suma discreción.

No mucho después, iban los jóvenes paseando por un lugar desierto cuando tropezaron con un montón de huesos calcinados. Con la frivolidad con que suele comportarse la gente cuando va en grupo, decidieron poner a prueba el ¨Mantra¨ que sólo debía ser empleado previa una prolongada reflexión.

Y en cuanto hubieron pronunciado las palabras mágicas, los huesos se cubrieron de carne y se transformaron en voraces lobos que les atacaron y les hicieron pedazos.

ANTHONY DE MELLO.

domingo, 25 de octubre de 2015

NUESTRAS SOMBRAS.


Están abiertas todas las ventanas
de donde brotan sombras
que se estrechan sus manos hechas sombra
y llenan el espacio de contornos
que contiene el ritmo de la vida
y el ritmo de la mimbre sacudida
por vendavales agrios y gozosos.


De perseguir su rastro
tengo en mis manos dos llagas profundas
de donde mana libertad y amor
y la sombra que dan es sombra roja
que enrojece a los árboles sin hojas
y da viveza a pájaros sin plumas.


Las sombras se amontonan
y los ojos vidriosos de los muertos
y es inútil luchar para salvarse;
el Juicio Final es implacable
y el Padre Eterno avienta nuestros huesos.

(Orillas de la luz,1928)

JOSÉ MARÍA HINOJOSA.

DEL CAMINO, PRELUDIO

XXXII

        Las ascuas de un crepúsculo morado 
detrás del negro cipresal humean...
En la glorieta en sombra está la fuente
con su alado y desnudo Amor de piedra,
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta.

XXXIII

      ¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,
aquellos juncos tiernos,
lánguidos y amarillos
que hay en el cauce seco?...
      ¿Recuerdas la amapola
que calcinó el verano,
la amapola marchita,
negro crespón del campo?
      ¿Te acuerdas del sol yerto
y humilde, en la mañana,
que brilla y tiembla roto
sobre una fuente helada?...

ANTONIO MACHADO.

sábado, 24 de octubre de 2015

UN MUNDO ILUSORIO.

   Era un maestro que predicaba la vacuidad e insustancialidad de todo lo fenoménico e insistía en que todo era ilusorio y en que había que contemplarlo todo como transitorio para desarrollar la visión correcta y el desapego. Un día unas fiebres malignas se llevaron a su único hijo. El maestro comenzó a llorar y sus lágrimas anegaban su sesegado rostro. Los discípulos le dijeron:
   -Venerable maestro, pero si siempre nos has dicho que el mundo es ilusorio.
   -Y así es, queridos míos, pero ¡es tan doloroso perder un hijo ilusorio en un mundo ilusorio!

REFLEXIÓN

    Aun en un sueño se siente y se experimenta. Hay placer y dolor, encuentro y desencuentro. Pero cuando uno despierta sabe que ha sido un sueño. La vida es muy efímera y en un sentido absoluto es ilusoria, pero en su sentido relativo es bien real. Incluso los seres más elevados espiritualmente han sentido, con su carga de humanidad, una gran pena cuando un ser querido ha muerto, porque son ecuánimes, pero humanos y sensibles, aunque exentos de aferramiento y apego. El sabio Shankaracharya decía: ¨Este mundo es como un sueño, colmado de amores y odios. En su dimensión brilla como una realidad, pero al despertar se transforma en irreal. Este mundo pasajero brilla como si fuera real, como la plata imaginada en una concha perlífera; es así en tanto no se conozca al Ser, que es la sustancia sin segundo de todo¨.

RAMIRO A. CALLE.


viernes, 23 de octubre de 2015

LOS PILARES DEL ÉXITO.


  En cuanto a mi situación económica, ésta sin ser estupenda, si ha mejorado hasta el punto que ya no tenemos angustias y tensiones como antes. Usted dice que la Metafísica hace cambiar la vida del ser humano que la practica, en todos los aspectos; en el económico, social, sentimental, físico, etc. También ha sido de gran ayuda su insistencia en señalar que el trabajo, estudio, ahorro, rectitud, unión familiar y mente positiva son los pilares del éxito integral, el cual, según sus palabras es el que proporciona la felicidad verdadera. Dios lo Bendiga Maestro, en su noble labor.
Atentamente, Ramón P.
El subconsciente es como una computadora y nosotros somos sus programadores.

JOSÉ FARID H.

MAKTUB.



  Entre Francia y España hay una cadena de montañas. En una de esas montañas, hay una aldea llamada Argelés. En esa aldea, hay una ladera que lleva hasta el valle.
  Todas las tardes, un anciano sube y baja esa ladera. Cuando el viajero fue a Argelés por primera vez, no se fijó en nada. La segunda vez vio que se cruzaba con un hombre. Y cada vez que iba a aquella aldea, se fijaba en más detalles, la ropa, la boina, el bastón, las gafas. Hoy día, siempre que piensa en la aldea, también piensa en el viejecito, aunque él no lo sepa.
El viajero conversó con él en una única ocasión.
A modo de broma le preguntó:
-¿Cree que Dios vive en estas montañas que nos rodean?
-Dios vive -respondió el viejecito- en los lugares en los que lo dejan entrar.

PAULO COELHO.

jueves, 22 de octubre de 2015

TRISTEZA Y HAMBRE.


  El jefe siguió escudriñando los alrededores con ojos envejecidos por una profunda tristeza. Su gente se encontraba en un estado desesperado; los ojos y las mejillas se hundían en los rostros demacrados y sus ropas harapientas apenas podían protegerles del frío. Muchos de ellos se habían congelado. La suerte estaba en su contra. En un intento desesperado por encontrar algo de caza, volvieron al lugar donde habían abandonado a las dos ancianas el invierno anterior.

Con tristeza, el jefe recordó cómo había luchado contra el impulso de volver y salvar a las viejas. Pero aceptarlas de nuevo era lo peor que podía hacer. Entre los jóvenes más ambiciosos ese gesto hubiera sido visto como un acto de debilidad y, tal como estaban las cosas, no hubiera sido difícil convencer a los demás de que su jefe no era de confianza. No, él sabía que un drástico cambio en la Jefatura habría hecho más daño que el hambre, porque cuando un grupo se muere de hambre, una mala política conduce al desastre. El jefe recordó aquel momento de horrible debilidad, en que casi permitió que sus emociones los arrastraran a todos al desastre.
Ahora, una vez más, la gente sufría, y el invierno los encontró al borde de la desesperación. Después de volver la espalda a las ancianas, el Pueblo viajó muchas millas hasta que localizó una pequeña manada de caribúes. La carne les alimentó hasta la primavera, cuando empezaron a coger peces, patos, ratas almizcleras y castores. Pero cuando empezaban a recuperar la energía para cazar y secar sus provisiones, la estación veraniega llegó a su fin y hubo que trasladarse a un lugar donde hubiera carne para el invierno. El jefe nunca había conocido una temporada tan desafortunada. Mientras viajaban, la estación otoñal llegó y pasó y, una vez más, el grupo se encontró casi sin comida. El jefe se sentía abatido, y una sensación de pánico y de desconfianza en sí mismo lo inundaba. ¿Cuánto tiempo podría resistir antes de que él también fuera vencido por el hambre y el agotamiento que minaba sus decisiones? El Pueblo parecía haberse rendido en su intento por sobrevivir. Ya no prestaban atención a sus discursos y le miraban con ojos inexpresivos como si sus palabras carecieran de sentido.

Otro asunto que preocupaba al jefe era su decisión de volver al lugar donde habían abandonado a las dos ancianas. Nadie discutió su decisión cuando los llevó hasta allí, pero sabía que estaban sorprendidos. Miraban a su alrededor como si esperaran algo de él, o aguardaran la aparición de las dos mujeres. El jefe evitó sus miradas para que no se dieran cuenta de que estaba tan desconcentrado como los demás. No había ninguna señal de que alguien hubiera sido abandonado allí; ni siquiera un hueso que demostrara que las viejas habían muerto. Aunque un animal hubiera despojado de carne sus huesos, dejaría algún rastro de la presencia de seres humanos. Pero no había nada, ni siquiera la tienda donde las dos mujeres se habían refugiado.

Entre ellos había un guía llamado Daagoo. Aunque más joven que las ancianas, se le consideraba un viejo. En su juventud, Daagoo había sido rastreador, pero los años le habían restado visión y destreza. Expresó lo que los otros no se atrevían a reconocer:
-Tal vez se fueron.
Lo dijo en voz baja para que sólo lo oyera el jefe. Pero en el silencio reinante sus palabras fueron oídas por muchos más y algunos sintieron renacer la esperanza de volver a ver a las mujeres a las que habían querido.

Después de levantar el campamento, el jefe llamó al guía y a tres de los cazadores jóvenes más fuertes.
-No sé qué está pasando, pero tengo la sensación de que no todo es lo que parece. Quiero que vayáis a los campamentos más próximos y veáis qué podéis descubrir.
El jefe no dijo nada más sobre sus sospechas, pero sabía que el guía y los tres cazadores comprenderían, en especial Daagoo, porque había estado a su lado el tiempo suficiente para adivinar su pensamiento sólo con mirarlo. Daagoo sentía un gran respeto por el jefe y sabía los remordimientos que tenía por el abandono de las dos ancianas y el sufrimiento por el que estaba pasando. Sabía también que el jefe se despreciaba por su debilidad, y que todo ello se reflejaba en las profundas arrugas de amargura que se dibujaban en su rostro. El viejo suspiró. Preveía que pronto aquel aborrecer a sí mismo haría estragos y no le gustaba la idea de que un buen hombre como aquél se destrozara de esa forma. Sí, intentaría descubrir lo que había pasado con las mujeres, aunque fuera un esfuerzo inútil.

Mucho después de que los cuatro hombres hubieran abandonado el campamento, el jefe seguía con la mirada fija en la dirección en que se habían ido. No podía dar una razón concreta de por qué malgastaba unas energías y un tiempo preciosos en lo que podía ser una misión absurda. Sin embargo, en su interior latía una extraña sensación de esperanza. ¿Esperanza? ¿De qué? No lo sabía con certeza. De lo único que estaba seguro era que en tiempos difíciles el Pueblo debía permanecer unido, y el invierno pasado no había sido así. Habían cometido una injusticia con ellos mismos y con las mujeres, y desde entonces el Pueblo sufría en silencio. La única solución sería que las dos ancianas hubieran sobrevivido, pero las posibilidades eran mínimas. ¿Cómo podrían dos seres débiles sobrevivir a las heladas, sin comida ni fuerzas para cazar? Aun así, no podía renunciar a aquel resquicio de esperanza que había perdurado a pesar de toda aquella desventura. Encontrar a las mujeres vivas daría al Pueblo una segunda oportunidad, y eso era lo que más deseaba.
Los cuatro hombres estaban acostumbrados a recorrer largas distancias. En un día recorrieron la misma distancia que para las mujeres había supuesto días enteros de viaje hasta su primer campamento. Cuando llegaron no encontraron nada salvo un paisaje inabarcable de nieve y árboles. La caminata acabó con sus ya escasas fuerzas y decidieron pasar allí la noche. Cuando la primera luz de la mañana despuntó, los hombres se levantaron y se pusieron en marcha de nuevo.
La luz diurna se desvanecía cuando llegaron al segundo campamento y no encontraron señal alguna de que hubiese sido habitado en mucho tiempo. Empezaron entonces a impacientarse. Desde muy niños se les había enseñado a respetar a sus mayores, pero a veces creían saber más que los viejos. Aunque no lo expresaron en voz alta, creían estar desperdiciando un tiempo precioso, que debería ser aprovechado para cazar alces.
-¡Vámonos ya! -dijo uno de los jóvenes; los otros se pusieron enseguida de su parte.
Los ojos del guía brillaron con ironía. ¡Qué impacientes eran! Pero Daagoo no les criticaba por ello, porque él también había sido fogoso en su juventud. Así que dijo:
-Mirad con detenimietno lo que os rodea.
Los jóvenes cazadores le miraron con impaciencia.
-Mirad esos abedules -insistió Daagoo, y los hombres fijaron la mirada vacía en los árboles. No vieron nada extraño. Daagoo suspiró y eso llamó la atención de uno de los jóvenes, que intentó de nuevo descubrir qué era lo que veía el viejo. Finalmente, sus ojos se agrandaron.
-¡Mirad! -exclamó mientras señalaba un hueco en el tronco de un abedul.
Entonces observaron que otros árboles, bastante alejados entre sí, habían sido cuidadosamente pelados; parecía hecho con la intención de que nadie se diera cuenta.
-A lo mejor fue otro grupo -dijo uno de los hombres.
-¿Por qué iban a intentar ocultar esas marcas en los árboles? -preguntó Daagoo.
El joven se encogió de hombros sin saber qué responder, así que Daagoo les dio instrucciones.
-Antes del volver, quiero explorar esta zona. -Sin dales tiempo a que protestaran, el guía mandó a cada uno en una dirección diferente-. Si veis algo raro, volved aquí enseguida y os acompañaré para ver qué es.

A pesar del cansancio, los hombres empezaron a buscar, pero con reticencia. No tenían ninguna confianza en que las dos mujeres vivieran todavía.
Entretanto, Daagoo tomó la dirección que creía habían seguido las dos mujeres. ¨Si tuviera miedo de que me encontraran los mismos que me habían dejado morir, iría en esta dirección¨, murmuró para sí. ¨No tiene sentido porque se aleja del agua, pero en invierno no dependen del río. Sí, debieron de ir hacia allá.¨
Daagoo caminó un buen trecho entre los sauces y bajo los altos abetos. Mientras caminaba trabajosamente por la nieve, empezaba a sentirse cansado y a preguntarse si estaría haciendo lo correcto. ¿Cómo podía creer que las dos ancianas hubieran sobrevivido cuando ellos, el Pueblo, a duras penas lo habían logrado? Sobre todo aquellas dos. No hacían más que protestar. Incluso cuando los niños tenían hambre, las mujeres continuaban quejándose y criticando. Muchas veces Daagoo había esperado que las hicieran callar, pero no ocurrió hasta el día en que las cosas se descontrolaron. La convicción de que la búsqueda era inútil comenzaba a cobrar fuerza en él. Seguramente, las mujeres se habían perdido y muerto en el camino. O se habían ahogado al intentar cruzar el río.

Cada nuevo pensamiento le restaba confianza. Luego, de repente, olfateó algo. En el diáfano aire invernal, un ligero olor a humo llegó hasta él y desapareció. Daagoo se quedó muy quieto e intentó atrapar el olor de nuevo, pero no hubo forma. Por un momento se preguntó si no había sido su imaginación. A lo mejor, una hoguera de verano cercana había dejado un olor persistente en el aire. Resistiéndose a creerlo, el viejo volvió sobre sus pasos con lentitud hasta que, una vez más, lo percibió. Era un olor apenas perceptible, pero esta vez Daagoo descartó que proviniera de un fuego veraniego. No, aquel humo era reciente. Más animado, empezó a caminar, primero en una dirección y luego en otra, hasta que el humo se hizo más denso. Convencido de que procedía de una hoguera cercana, una sonrisa acentuó las arrugas de su rostro. Ya no tenía ninguna duda; las dos mujeres habían sobrevivido.
Daagoo se apresuró a volver para alcanzar a los jóvenes, que lo esperaban con la misma impaciencia de antes. Cuando Daagoo les hizo señas instándolos a que lo siguieran, al principio se resistieron, pero luego acabaron cediendo de mala gana y se adentraron con el viejo en la oscuridad durante un largo rato. Por fin, el guía alzó las manos para que se detuvieran. Levantó la nariz y les dijo que olieran el aire. Los cazadores le obedecieron pero no notaron nada.
-¿Qué quieres oler? -preguntó uno de ellos.
-Oled -contestó Daagoo.
Así que los hombres olisquearon de nuevo hasta que uno exclamó:
¡¡Es humo!
Los otros siguieron husmeando con mayor interés hasta que también sintieron el olor. Todavía escéptico, uno de los jóvenes le preguntó a Daagoo qué esperaba encontrar.
-Ya veremos -contestó sencillamente mientras les conducía hacia el humo.
Los ojos del guía se contrajeron en la oscuridad buscando la luz de una hoguera. No vio más que perfiles de abetos y sauces. Ayudado por el resplandor de las innumerables estrellas, Daagoo comprobó que la nieve estaba intacta. Nada se movía, todo estaba silencioso. Sin embargo, aquel humo indicaba que había un campamento cerca. El viejo rastreador estaba tan seguro de que las ancianas se hallaban vivas y cerca de allí como de que la sangre corría por sus venas. Finalmente no pudo refrenar su emoción y volviéndose a los jóvenes dijo:
-Las ancianas están por aquí.
Los jóvenes sintieron que un estremecimiento les recorría la espalda. Seguían sin creer que hubieran sobrevivido. Daagoo ahuecó las manos en torno a la boca, y gritó los nombres de las mujeres en el silencio de la noche aterciopelada, añadiendo su propio nombre. Luego esperó y escuchó tan sólo el sonido de sus palabras que se perdían en el silencio.

VELMA WALLIS.