viernes, 1 de mayo de 2015

TREN ESPEJO CON DESTINO A OTRA PARTE.


¨-Va el tren por mi corazón-¨

J.R.J

¡Tren espejo con destino a...!
Has oído la palabra- espejo- por segunda vez. Y, por segunda vez, tímidamente, has mirado hacia la muchacha sentada frente a ti, la melena lacia, negra, el delicado óvalo del rostro de una serena palidez, los labios húmedos, los ojos en los que fugazmente te copias. Tiene una suave distinción, un toque de distancia; y, sin embargo, la intuyes cerca, la reconoces familiar, honda. Estás sobrecogido y seguro, casi ruboroso y posesivo, cuando el tren cruje y se estira, vacila un instante, silba y se pone en movimiento, avanza con lentitud, acopla su ritmo, deja atrás bloques de ladrillo, uniformes colmenas, naves, descansaderos, cementerios de coches, fábricas, escombros, y sale al campo verde, a la hierba aún rala, a los desmarridos arbustos, a la mañana en plenitud. Miras a la anciana señora situada a tu izquierda -el rostro polvoso, más de los años que del tocador-, que ha sacado ya un rosario y bisbisea, abstraída; miras al hombro que ocupa el otro lado de la ventana, rubicundo y vulgar, sus rodillas poderosas casi rozando las debilísimas de su rezadora compañera, y vuelves al perfil hermoso de la tuya, que ahora puedes observar sin reparo, porque ha cerrado los ojos y parece dejarse adormecer por el vaivén acompasado del vagón.
La has visto en otro lugar y en otro tiempo, y en su espejo te has visto, otro también, también turbado por su belleza, por su altanera confianza acogedora. Caminas sobre la alfombra de un ancho pasillo, junto a tu padre ya encorvado, ya herido por la enfermedad, pero aún arrogante; al fondo, en su sillón de terciopelo azul, aguarda el conde, señor de Broto, tronchado a su vez por el hachazo de una parálisis progresiva. Ella está su lado, la mano en la filigrana del respaldo, como en una estampa medieval; lleva un vestido blanco, abotonado hasta el cuello, sin otro adorno que una esmeralda a la altura del corazón. La contemplas, parpadeando, y ella sonríe a tu padre, con dulzura, y apenas te ve, pero su mirada te cala, te sondea, te confunde. Hace dos años de su llegada a la casona, al discreto palacio almenado que corona el repechón lomero a cuyo pie se arraciman las casas de Broto, su gente campesina, su río rumoroso, su acordado pasar. Sesentón huraño, el conde, en una de sus escasas salidas, la había hecho su esposa, no se sabe cómo ni dónde. Nadie conoce su origen, pero su edad -que el esposo triplica- es fácil de adivinar. Habla tu padre de que sus fuerzas fallan, de que tú andas ya bien versado en jardinería, de que puedes sustituirle. El conde acepta. Su voz es un murmullo remoto; tiene el color de la ceniza, el gesto de la muerte. Ella en cambio, es la vida, olorosa y pujante, bella como un camafeo. Ahora la observas con más detención, te atreves a sostener su mirada. Su maternidad -tiene una niña de apenas un año- no la ha alterado en esbeltez ni mermado en frescura. Saludas, sales a la mañana limpia, y el alto cielo de Broto no la borra de ti; tu padre insiste en que el trabajo no va a impedirte seguir estudiando, que él está acabado, débil tu madre, y tú, dieciocho, diecinueve años, eres su única esperanza. Tú prometes, tranquilizas, y alegas un pretexto, dejas el vasto jardín de la casona y te encaminas al arroyo del Castro, subes al cerrillo del túnel y te sientas sobre el romero en flor, desazonado y pensativo.

La noticia había circulado por el pueblo con júbilo veloz. Vendría el tren hasta Broto. Se formaban corros en la fuente, se lo gritaban las vecinas de balcón a balcón, y en el tabanco los hombres se frotaban las manos pensando en más altos jornales. Alguien comentó que la decisión se debía a las influencias del conde, y una comisión se personó en la casona a agradecerle sus desvelos, y el conde se dejó adular, pero no se le veía ni muy convencido ni muy feliz. Comenzaron a llegar gentes de todas clases, ingenieros y peones, capataces y expertos, vehículos abarrotados de material, piedras, raíles, traviesas. Salíamos del colegio y corríamos hacia el llano de la Virgen, en donde todo se descargaba, se ordenaba, en un guirigay que era para nosotros, niños de pueblo en paz, una verdadera fiesta. El tren, el tren soñado. No lo habíamos visto nunca sino en los libros, como el mar, pero el mar no podía acercárnoslo nadie hasta Broto, y el tren sí; estaba ya a la puerta, en los golpes sonoros que se iniciaban cada amanecer y duraban hasta el crepúsculo, en el hervor febril de todo un pueblo. Y en nuestros ojos anhelantes.

Has cerrado tus ojos anhelantes porque la muchacha a vuelto a abrir los suyos, y casi se ha tropezado con tus recuerdos. Hurga en una bolsa y extrae un libro, que deja sobre su regazo; lleva una señal hacia su mitad, y por ella lo abre y se sumerge en su lectura. La anciana, el rosario entre las manos, se ha adormecido, y el hombrón contempla sin tregua el paisaje, que ahora se ondula, se puebla de gríseas carrascas, cuyas raices se aferran a las lascas roqueras con dedos deformes. De la bolsa a quedado asomando una envoltura de papel rojo; poco a poco, el movimiento que la marcha provoca va descubriendo su contenido; una muñeca de trapo, cabellos de lana amarilla, rojos carrillos y rojas piernas, vestidillo a cuadros rosas, gola encajera. Dudas si será un capricho o un regalo, pero estás viendo una muñeca semejante en el banco del invernadero de la casona; ella está a su lado tratando de sujetar en la pared la maceta de la que cuelgan las largas ramas verdiclaras de un poto. El luto resalta más su palidez, su lisa piel marfileña. El conde duerme ya bajo la tierra del pequeño cementerio esquinero que el jardín recorta, cerca de donde se pudren también los huesos de tu padre. Cayeron casi simultáneamente, tan de acuerdo en la muerte como lo estuvieron en vida, nunca una discusión, un roce, una muestra de desafecto. Ella te ha pedido que la ayudes, y ha subido a un taburete, y está fijando el tiesto en la pared, y el dorso de tu mano está rozando el de la suya y te estremeces y el vello se te eriza y ardes por dentro. Ahora te mira y sonríe, desde lo alto del taburete, y tú te atreves a sonreír, en el cálido silencio del invernadero, en la intacta soledad del mediodía, y sin pensarlo la tomas por la cintura, fina y maciza, y la depositas, leve gravitante, en el suelo, como depositarías una figura de porcelana en el borde de un pedruscón afilado. Ella te ha dado las gracias, ha alisado los pliegues de su falda, por vez primera un poco confusa en tu presencia, y se ha alejado por el senderillo de arena, entre los rododendros y el jazmín, dejando sobre el banco aquella muñeca, aquel testigo mudo de lo que ahora te hace temblar, temeroso de su temeridad irresponsable. Pero no te arrepientes, y el corazón te golpea en el pecho, desbocado, nuevo.
Silba el tren y se detiene en una estación pequeña. Un niño. Sujeto entre los dedos su gran globo amarillo, parece buscar en cada ventanilla un rostro conocido, va y viene, con prisa, seguro de que el tren va a partir de nuevo y le va a dejar allí, desamparado y torpe, sosteniendo su pobre sol inflado, huérfano de lo que desconoce. Y el tren arranca, y el niño da unos pasos, y se detiene luego, y dice adiós, al tren o a la esperanza, con gesto triste. Le has visto quedarse atrás y has vuelto la cabeza al otro sol, al que ahora se mete de golpe entre los asientos y hace chispear un reloj, un anillo, el broche plateado de un bolso, el cristal verde de las gafas que el hombrón se ha puesto y que le aíslan de los otros, de ti, de la anciana soñolienta y de la muchacha que leía y que ha dejado el libro sobre el asiento y ha salido al pasillo, lleno también de sol, pero vacío.

Todo iba creciendo; los edificios, los andenes. Los raíles plateantes ocupaban su lugar y el camino de hierro se estiraba ante nuestro gozo asombrado, que las explosiones en el cerrillo hacían mucho mayor. Estaba perforándose el túnel y no nos dejaban acercarnos, pero gateábamos por las laderas vecinas y acechábamos cada estallido, primero el humo, el fragor inmediatamente después, las horas colegiales contadas una a una, ansiosos por escapar hacia la vía, como ahora llamábamos al llano. Broto tenía un aire distinto, una luz más clara sobre su cal y su adobe, pero los campos parecían recogidos en sí, ceñudos por el abandono de sus labriegos, que habían sustituido la azada por el martillo, la carreta boyera por la carretilla acerada, y bebían en los atardeceres un vino más ruidoso, el pensamiento puesto en ese tren que ellos estaban haciendo posible. Subido a su azotea capitana, el conde contemplaba a veces el bullicio terrible, el ajetreo afanoso de hombres y máquinas, la zalagarda del llano. Desde nuestra atalaya, veíamos el chispazo del sol en la suya, y en la lente del catalejo con el que oteaba, solo y taciturno, el río que llegaba.

El río sobre el que ahora cruza el tren -puente metálico, esqueleto bamboleante-, espumea en al piedra, bien abajo, lame los jaldes retamares, se retuerce y escapa. No oyes su rumor, porque el del tren lo acalla, pero te echa a andar por dentro de la memoria el tuyo aquél, más terso y remansado, orillas de la salceda. Allí la sorprendiste un día, abismada y hermosa, y vino a ser como una lancetada, que era raro verla salir de la casona, alejarse sola, de sus muros. Estaba de pie, mirando el fluir del agua, las manos a la espalda, el cabello recogido hacia la nuca, manchón negro entre el umbrío verdor. A sus pies, inmóvil. Jaila la galga, permanecía atenta al menor de sus gestos. Retrocediste cautelosamente y regresaste. Mientras podabas el manzano, la viste luego llegar, despacio, concentrada en sus cavilaciones, huéspeda quizá de un tiempo y un espacio que nadie sino ella conocía. Esa misma tarde -domingo tedioso y macilento-, entró en el invernadero; tú estabas sentado en el suelo, la espalda contra la pared y un libro en las rodillas, tratando de borrarla, de arrancarte su imagen de la retina. Había soltado su melena y traía una rosa en la mano izquierda; Jaila la seguía, con esa tristeza que transmiten a los perros sus dueños tristeados. Te preguntó qué leías y tú te incorporaste, trémulo, diciendo que tratabas de estudiar; entonces te ofreció su mano derecha y tú le tendiste la tuya, y anduvisteis unos pasos, hasta que ella buscó tus labios y se aferró a ellos salvaje y dulcemente, y libro y flor cayeron al suelo, y todo fue ya distinto, como empezar a vivir a partir de ese instante, como si un telón se descorriese y un súbito resplandor barriera el mundo, que era aquel recinto acristalado, aquel aroma espeso y plural, aquellas lenguas -torpe y sabia- pronunciando el sometimiento, aquella galga aguda, quieta y como de bronce.
En el pasillo, la muchacha ha trabado conversación con un hombre joven, algo más alto que ella, desenvuelto y seguro. La oyes reír, agitar la melena, y la contemplas sin embarazo, por que está pendiente de su interlocutor, olvidada de ti y de la anciana -el hombrón bajó, sin despedirse, en la anterior estación-, que ahora come unas pastas, cuya bolsa te ha ofrecido, y a la que has renunciado con un gesto cordial. Tú, que tan bien aprendiste aquel cuerpo, que, pese a los veinte años que de él te separan, lo llevas grabado en ti como a fuego, lo ves repetido ahora, y casi manoteas para hacerlo desaparecer, porque es locura comprobarlo tan como entonces, igual que fuera locura amarlo en aquel lugar primero, luego en su propio lecho, asaltando, nocturno, su ventana, esclavo de sus gemidos, hijo de su desenfreno. Durante el día, la veías en cualquier mirador de la casa, o en el jardín, con la criatura, o instruyendo al ama de llaves, vetusta y fiel, en algún menester caprichoso o precioso, o dirigiendo los pasos de alguna doncella; y, al anochecer, cuando toda la servidumbre, excepto el ama, abandonaba la casona, y la gran cancela se cerraba, y tu madre dormía, dabas vueltas en tu cuarto del pabellón, como una fiera en su jaula, hasta que veías apagarse su luz y corrías a sus brazos, a su vientre violento, ciego ya y entregado.

La boca negra del túnel era una tentación a la aventura. Entrábamos, agrupados, hablando en voz alta para no separarnos, porque, a poco, la oscuridad se hacía total, y la arena sobre la que pisábamos parecía tirar de nuestros pies, sujetarlos a su blandura; cuando la otra claridad se vislumbraba, corríamos, alborozados, olvidados de nuestros temores, como si saliéramos de una angustiosa y voluntaria pesadilla. Pero nunca el chispazo argentado de los raíles atravesaría aquel túnel; cuando todo parecía estar a punto, las obras se interrumpieron. Fue cesando el estrépito, retirándose el personal, reincorporándose al campo los obreros. La vía parecía ahora un escenario abandonado, donde herramientas, piedras, bloques de cemento, montones de arena, languidecían y comenzaban a recubrirse de florecillas silvestres, ortigas, lechetreznas, que reclamaban lo que era suyo. El penacho de humo que esperábamos ver asomar un día al filo de la angostura, extenderse por el eucaliptal de Ayllón, descender el camino de las brozas, meterse en Broto como una bandera triunfal, lo borró un viento malo. El tren llegó a Cruces, a quince kilómetros de Broto, y se desvió desde allí hacia la sierra por otra ruta, más comercial, más económica. El conde prometió hacer gestiones, remover amistades. Pero nada ocurrió. Y el pueblo tornó a replegarse alrededor de sus almenas, más inocente y hermanado, como si supiera que debía volver a empezar.

La anciana se ha apeado en una estación diminuta. La esperaba un sacerdote, que la ha abrazado largamente y se ha hecho cargo después de su escaso equipaje. Ahora la muchacha se ha acercado al sitio que la anciana ocupara, y por la ventanilla ve pasar los campos veloces, que la atardecida reviste de un oro manso. Estáis solos en el departamento. Su pasajero acompañante ha desaparecido, y contienes las ganas de volver a mirarla para no violentar su reposo. Cierras los ojos y los abres a otro atardecer impaciente. Ella ha llegado hasta el invernadero, y ha reclamado tu abrazo, dominante y rabiosa. La has besado desesperadamente, tus manos recorrieron su cuerpo, y de pronto has visto a su espalda el rostro espantado de tu madre, y un frío letal se ha metido en tus venas, congelándolas. Ella se ha vuelto despacio, duro el gesto, ha alisado su pelo, y ha salido sin mirar a esa mujer que es todo cuanto tienes, todo cuanto te queda, porque en el fondo sabes que lo que tan furiosamente crees amar no es sino relámpago, lumbre perecedera, hembra remota.
Todo lo que tenías y te quedaba, esa mujer vencida por los años y los padecimientos, te duró poco. Ella, en tanto, se había encerrado en su altivez, y evitó el reencuentro. Debía de bramar de deseo, pero tus manos nunca más la rozaron. Cuando murió tu madre, te despediste. Estuvo amable y deferente, te ofreció ayuda, dinero, que tú dijiste no necesitar. Durante veinte años has peleado con la vida, para poder volver a tu rincón de siempre, maduro y liberado. Hoy lo cumplías, cauterizado por el olvido, y han bastado unos ojos para hacer de ti lo que fuiste; un adolescente encadenado. Va el tren por tu corazón, el que no llegó nunca a Broto, el que ahora está llegando a Cruces, silbando y deteniéndose, chirriante. Piensas que no has intercambiado una sola palabra con esta muchacha que baja delante de ti, que suelta sus cosas sobre las losas rojas del andén y corre, la muñeca en la mano, hacia los brazos de la mujer que la aguarda. Y en tanto el tren que ha espejeado tu imagen pretérita, silba otra vez y arranca, ves allí repetida, a quien signó tu destino, y adviertes cómo se acerca, doble, del brazo de sí misma, adolescente y madura, como tú, y pronuncia tu nombre y te ofrece su mano derecha, que tomas y besas, inclinándote, y te presenta a su hija, y te brinda su coche, porque supone que irás a Broto, adonde el tren no arribó todavía.

CARLOS MURCIANO.

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