sábado, 28 de marzo de 2015

INTUICIÓN Y CLARIVIDENCIA.

   Los casos de intuición, telepatía y clarividencia son comunes entre los que practican asiduamente la metafísica. A veces estos fenómenos se presentan como una corazonada, o visión más o menos clara, voces que se oyen, sueños tal vez ¨directos¨, simbólicos o ¨al contrario¨.

   El poder positivo de la Percepción Extra-Sensorial en la vida humana se logra en forma constante y completa, a través de la ¨Armonía Cósmica¨. Vivir en Armonía Cósmica, consiste en tener mente positiva, rectitud, amor a sus semejantes, practicar la justicia, vivir en paz con todos los humanos.


JOSE FARID H. 

viernes, 27 de marzo de 2015

EL GUERRERO.

¨Puedo decir del amor que tuve
que no es inmortal puesto que
es llama pero que es infinito en
tanto dure...¨

VINICIUS DE MORALES

El cuerpo gigantesco del guerrero sumerio estaba arado de cicatrices y su piel curtida por el sol y la nieve.
Su nombre era Jormá, y cuenta esta historia que, cierta vez, mientras cabalgaba con tres de sus amigos de una ciudad a otra, sufrieron una emboscada a manos de sus más crueles enemigos.
Los cuatro guerreros combatieron con fiereza, pero sólo Jormá consiguió sobrevivir. Sus tres amigos cayeron muertos durante la lucha.
Ensangrentado y exhausto, Jormá se dio cuenta de que necesitaba descansar, reponer fuerzas y sanar sus heridas.
Miró a su alrededor en busca de un lugar seguro y divisó una pequeña caverna excavada en una montaña cercana.
Casi arrastrándose llegó hasta allí y, una vez dentro de la cueva, extendió sobre el suelo su piel de oso y se quedó profundamente dormido.
Horas o días después, lo despertó el hambre.
Sintió que su estómago estaba algo caliente. Todavía dolorido, Jormá decidió salir a buscar algunas ramas y troncos secos para prender un pequeño fuego en su guarida provisional y comer así un poco de la carne salada que llevaba consigo.
Cuando la luz de las llamas iluminó el interior del refugio, el guerrero no podía creer lo que veía: el reducto que había encontrado no era simplemente una cueva, sino un templo, un templo excavado en la roca...
Por las inscripciones y los símbolos, el sumario descubrió que el templo había sido construido en honor a un solo dios... El dios Gotzú.
Jormá había aprendido a desconfiar de las casualidades, y quizá por eso no dudó en pensar que sus pasos habían sido conducidos hasta la cueva por el mismísimo dios del templo, para poder así guardar su sueño.

Jormá llegó a la conclusión de que aquélla era una señal.
A partir de aquel momento encomendaría su espada al dios Gotzú.
Se quedaría allí hasta que sus heridas sanasen.
Mientras tanto, prendería un gran fuego bajo el altar que presidía la inmensa imagen en piedras del dios y casaría algún animal al que sacrificaría en su honor.
Cinco días y cinco noches más estuvo el guerrero en la cueva de la montaña, reponiéndose y honrando a Gotzú.
Durante aquel periodo de tiempo, no dejó que se apagara la llama que iluminaba el altar.
Al sexto día, Jormá se dio cuenta de que era hora de seguir su camino, y quiso dejar, antes de partir, una ofrenda a Gotzú en señal de gratitud.
-Una llama eterna -pensó-. Pero, ¿cómo conseguirla?
Jormá salio de la cueva y se sentó en una roca al borde del sendero a meditar sobre el problema.
Sabía que un poco de aceite ayudaría a mantener la llama, pero no era suficiente.
Pensó, por un momento, que quizá debía buscar mucha leña, tanta como para que nunca se consumiera. Tanta, que durara eternamente... Pero rápidamente se dio cuenta de lo vano que sería aquel esfuerzo... Mucha madera aumentaría la intensidad del fuego pero no la duración de la llama...

Un monje de túnica blanca que caminaba por el sendero se detuvo frente a Jormá.
Tal vez de puro curioso, o quizá por la sorpresa de ver a un guerrero en tan reflexiva actitud, el monje se sentó frente al sumario y se quedó inmóvil mirándolo como si pasara a ser parte del paisaje.
Horas después, cuando el sol ya caía, Jormá todavía seguía pensando...
Lo ocupaba tanto su problema que no se sorprendió demasiado cuando el monje le habló.
-¿Qué te pasa guerrero? Pareces preocupado... ¿Puedo ayudarte?
-No lo creo -dijo el guerrero-. Esta cueva, mi señor, es le templo del dios Gotzú, a quien hace cinco lunas he consagrado como mi protector, el destinatario de mis oraciones, el objeto último de mi lucha. Pronto deberé partir y quisiera honrarlo eternamente, pero no sé cómo conseguir que la llama que he encendido dure para siempre.

El monje meneó la cabeza y, como si hubiera adivinado el camino que había recorrido el pensamiento del guerrero, le dijo:
-Para que la llama sea eterna, necesitarás algo más que madera y aceite...
-¿Qué necesitaré? -se apresuró a preguntar Jormá-. ¿Qué más necesito?
-Magia -dijo el monje secamente.
-Pero yo no soy mago, ni sé de magia...
-Sólo la magia puede conseguir que algo sea eterno.
-Yo quiero que la llama sea eterna -dijo el guerrero. Y continuó-: Si consigo la magia, ¿me puedes asegurar que la llama para Gotzú será eterna?
-¿Asegurar? Hace una semana ni siquiera sabías de la existencia de este templo a Gotzú... Y hoy quieres para él un homenaje eterno. Esto es lo que hoy deseas. ¿Acaso tú puedes asegurar que tu deseo será eterno? Jormá quedó en silencio.
El guerrero se dio cuenta de que nadie podía afirmar la eternidad de un deseo...
El monje volvió a menear la cabeza y se puso en pie.
Se acercó a Jormá y, apoyándole la mano abierta en el pecho, le dijo:
-Te diré un secreto...

¡La magia sólo dura mientras persiste el deseo!

JORGE BUCAY.

PLATERO.


I
PLATERO es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¨¿Platero?¨, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo

JUAN RAMON JIMENEZ.

jueves, 26 de marzo de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI,


CAPÍTULO XIV

Violeta se bajó del taxi amarillo cargada de bolsas.
-Buenas tardes, señora.
-Buenas tardes, señor Kipling.
Déjeme que le ayude.
¡Ah! Gracias.
El portero sostuvo la enorme puerta. Llegaron hasta el ascensor. Marcaron su planta.
-Llevo tiempo queriendo hablar con ustedes.
-Hoy Umberto llegará tarde, ¿ocurre algo?
-No, no es nada importante. Quería hablarles sobre Paolo, es un niño muy especial.
-Gracias. -Ella le mostró una amplia sonrisa mientras asentía varias veces con la cabeza.
-Y tiene también una forma de mirar muy especial..., pero el señor Kipling cambió de gesto, parecía dudar.
-¿Sí?
-No sé bien cómo explicarlo -ella esperaba-, tiene unos ojos maravillosos; pero..., es su forma de mirar.
En el interior de Violeta algo se movió, un sobresalto que de vez en cuando le encogía el estómago y el corazón. Se puso pálida. Esperó, pero su vecino de enfrente seguía meditativo. Llegaron y salieron del ascensor, caminaron por el pasillo, ella delante, tomó aire, habló girándose un poco.
-Se refiere a que va revisándolo todo.
-Sí, revisando y comprendiendo, eso es. -Sonrió pensativo como si hubiese encontrado algo más en lo que buscaba entender del crío, y ella también diluyó ese miedo que bloqueó en un instante sus entrañas. Relajación.
-Bueno, es lo normal, continúa descubriendo el mundo.
-Pero su hijo mira de una forma realmente muy especial.
Violeta quedó pensativa al mismo tiempo que abría la puerta del apartamento.
-No le entiendo.
-Sí, esa mirada...
-Pase.
-Gracias. Esa mirada..., no sé cómo explicarlo -ella depositó las bolsas en el suelo y le miró esperando que continuara hablando-, yo he visto muchas miradas de personas oprimidas, y Paolo tiene esa misma mirada.
Violeta cambió su gesto. Aunque tenía bastante menos estatura y corpulencia que su vecino, el aire napolitano y mediterráneo surgió. Puso sus dos brazos en jarras desafiándolo.
-¿Qué me está usted diciendo? -No había elevado la voz, más bien la había bajado; pero la intensidad y la modulación dejaban bien a las claras lo que era, una mujer con carácter cuando tenía que serlo, algo que el señor Kipling había adivinado, pero que nunca había comprobado.
Sin embargo, él estaba concentrado en cómo explicarle a ella, no ya lo que intuía, sino lo que sabía.
-La mirada de su hijo.
-Eso ya me la ha dicho.
-Su hijo tiene una mirada...
-Explíquese, explíquese y váyase.
-No, disculpe... -ahí se dio cuenta de que se había equivocado-, no me está comprendiendo lo que quiero decir.
-¡¿Ah, no?!
-No...
-¿Entonces usted no ha dicho lo que yo he oído?
-No, vamos a ver, no es fácil de comprender lo que quiero decir.
-Bien. -Ahora Violeta se cruzó de brazos.
-Su hijo no tiene la mirada de los niños occidentales. -Ella movió la cabeza afirmativamente mientras mantenía el gesto serio, estaba a la defensiva y a punto de saltar.
¨¡Vaya, mi hijo no mira como los occidentales!¨.
-Su hijo tiene una mirada que solo se da en los países más deprimidos.
¨Este hombre está mal de la cabeza¨. ¨Mi hijo está triste y algo tendremos nosotros que ver con eso¨.
-Es una mirada especial... Aunque yo los tengo que colocar para la pose correcta...
¨Son muchos años de soledad los que debe llevar¨.
-... cuando lo consigo, obtengo la misma mirada que tiene su hijo; pero él, Paolo, me la ofrece de forma natural.
-¡¿Pero qué está usted diciendo?!
-Él tiene una forma de mirar muy especial, como nadie. Después está la otra forma, directa, cuando ya está comprendiendo las cosas..., se fija en todos los detalles.
-Perdone, señor Kipling, pero estoy muy cansada.
-Sí, disculpe.
-Le agradezco su interés, pero otro día con Umberto...
Sí, sí disculpe, discúlpeme.
Violeta lo estaba viendo como un anciano, algo encorvado, mientras se giraba para salir.

-Umberto, hoy he hablado con el vecino de enfrente, parece que no, pero está ya muy mayor y la cabeza puede estar comenzando a fallarle.
-Sí, ¿qué te ha dicho?
-Me ha estado hablando del pequeño Di Rossi, dice que tiene una mirada especial.
Umberto sonrió y miró a Violeta.
-¿Y?
-Dice que mira como los niños oprimidos.
A Umberto se le secó la sonrisa y pasó a estar pensativo, buscó sin ver.
-¿Y cómo es la mirada de un niño oprimido?
-No sé, ha comenzado a decir unas cosas muy raras y le he dicho que estaba cansada, que ya lo hablaríamos otro día.
-Bien.
-Umberto, debemos de tener cuidado con ese hombre.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.


CAPÍTULO XIII

Era domingo y estaban desayunando en torno a la mesa de la cocina.
-Quiero aprender música -dijo Paolo en voz alta mientras observaba los cereales Kellogg´s flotando en el tazón con leche.
Umberto y Violeta, extrañados, se miraron, lo miraron. Paolo seguía a lo suyo, era como si se le hubiera escapado un pensamiento en voz alta.
-Bien -contestó Violeta sonriendo, con sus hoyuelos marcados-, ¿Te atrae algún instrumento?
-En principio, música en general.
-¿En el colegio?
-Sí.
Umberto y Violeta se sorprendieron de nuevo, sabían que le tenía cierta adversión al centro, también problemas con algún compañero. Y en esa demanda del hijo vieron que estaba superando la situación. Se alegraron.

Frente al Director en su despacho, este hablaba seguro.
-Bueno, Di Rossi es ya mayor, los que tienen su edad van muy avanzados. La iniciación en música se debe de hacer a los tres años.
Violeta miró a su hijo.
-¿Tú que dices, Paolo?
-Prefiero con los de mi edad.
-Di Rossi, eso es imposible, ya he comentado que van muy avanzados, te perderías.
-Aprendo rápido, déjeme dos meses, si no alcanzo su nivel hacemos lo que usted diga.
Se estaban mirando cara a cara, el Director lo veía como a un niño... raro, según sus propias palabras. Sin embargo, el pequeño Di Rossi tenía la cabeza levantada, el gesto serio, seguro, como lo haría un hombre desafiante. Pero rápidamente reparó en que él lo que quería era ir a la clase de música con los de su edad, bajó la cabeza.
-Por favor -terminó diciendo Paolo.
A Violeta le sorprendió esta coletilla. Solo cuando era por educación utilizaba ¨por favor¨, pero nunca como solicitud o ruego; y era lo que acababa de hacer.
¨Tiene verdadero interés por la música¨, se alegró pensando Violeta.
La madre miró al Director, estaba serio. Sin embargo, ella mostraba una sonrisa de felicidad y los ojos desmesuradamente abiertos. Le estaba diciendo a este hombre más viejo de lo que realmente era para su edad que no se podía negar a la solicitud de su hijo. Sin embargo, este individuo de ideas fijas y convicciones estrictas se lo pensaba. Violeta detectó ese inmovilismo.
-Señor Carrington, no le puede decir que no.
La sonrisa, el aire fresco de la madre en aquel despacho consiguió el efecto deseado.
-Está bien, pero no se me va a olvidar que dentro de dos meses pediré un informe a tu profesora. -Paolo no cambió el gesto, otra cosa era la satisfacción que sentía por dentro-. De todas formas, no comenzará directamente con ellos, al menos las cuatro primeras semanas será otra profesora de apoyo la que le inicie en los primeros pasos solo para él, por supuesto eso originará unos gastos extras que le serán facturados.
-Gracias, señor Carrington. Paolo, quiero hablar otra cuestión con el señor Director, ¿Puedes esperar fuera?
-Sí, claro. Gracias, señor -dijo echándole una última mirada neutra mientras se levantaba.
-Verá, en casa estamos preocupados con un tema, Paolo es muy retraído y no nos dice nada, pero sabemos que tiene problemas con un compañero, ya sabe..., un joven líder con el clásico grupo que lo secunda.
-Señora, eso es lo que tenemos aquí, líderes que ya lo son desde niños, y esa relación se proyecta hacia el futuro. Es uno de los grandes activos que tiene este colegio. ¿Se imagina que su hijo sea compañero de clase de un futuro Secretario de Estado? Eso lo llevará siempre a gala y le abrirá muchas puertas. Las relaciones personales son importantísimas y estamos muy pendientes de ellas.
A violeta todos esos comentarios le parecieron muy bien, pero no se iba a dejar en su interior lo que reaslmente le preocupaba.
-Le voy a ser muy sincera, me preocupa que Paolo esté padeciendo un acoso y, además..., en silencio.
Las palabras de Violeta molestaron profundamente al Director a tenor del cambio a color rojizo que tomó su rostro.
-Eso no ha ocurrido nunca en nuestro centro y no ocurrirá jamás, veo que usted tiene un desconocimiento completo sobre nuestro nivel. Este no es un colegio cualquiera, es el mejor de la ciudad con diferencia. Es un milagro que su hijo haya sido admitido aquí, no sé cómo ni siquiera se le ocurre pensar lo que me está diciendo usted.
-Disculpe, no he querido...
-No me pida disculpas, piense antes de hablar lo que va a decir. Y si no le gusta este centro, coja a su hijo y deje la plaza libre. Hay una lista de espera imposible de atender, otra familia se lo agradecerá.
-Lo siento, señor Carrington, no he querido molestarle, solo expresar una preocupación que tenía.
El Director apretaba el gesto, callaba.
Violeta se levantó extendiendo la mano. El hombre carraspeó, pareció costarle trabajo; pero finalmente imitó el gesto de ella. No estaba convencido de haber decidido lo correcto con aquel alumno.
Una vez que salieron del despacho y la puerta se cerró a sus espaldas, Paolo subió la mano y cogió la de Violeta.
-Gracias, mamá.
Violeta seguía sorprendida con su hijo, se concentró en él y atrás quedó la conversación con el Director. Por la noche se la comentó en detalle a Umberto con admiración, contenta con la suerte que habían tenido de que su hijo pudiera ingresar en aquella escuela de líderes, la mejor de la ciudad, el futuro del país.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

miércoles, 25 de marzo de 2015

CEREMONIA DEL TÉ.


Te encuentro...

Te escucho...

Te hablo...

Te abrazo...

Te beso...

Te tengo...

Te aprieto...

Te atrapo...

Te absorbo...

Te asfixio...

¿Te quiero?

JORGE BUCAY.

UNA ALIMENTACIÓN EQUILIBRADA.


A partir de los 12 meses, una vez introducida la mayoría de los alimentos, se irá aumentando la cantidad y su textura, durante los meses y años siguientes, siempre evitando forzar la alimentación, respetando los gustos del niño y procurando hacer de la comida no una rutina, sino un motivo de ¨fiesta¨cada día.

Durante los primeros catorce años de vida, la alimentación es un pilar fundamental para asegurar un óptimo desarrollo y crecimiento del niño. Durante estos años, la correcta nutrición es imprescindible para el crecimiento, el desarrollo de la inteligencia, la memoria, el aprendizaje e, incluso, aumentar la resistencia a las enfermedades. Ejemplo: la capacidad y fortaleza del sistema inmunitario empieza a declinar a partir de la adolescencia; si hasta ese momento la nutrición ha sido buena, tal declinar será lento; pero si ha sido irregular, la pérdida será más rápida.
La importancia de los componentes básicos de los alimentos (proteínas, grasas, azúcares o hidratos de carbono, vitaminas, minerales y agua) es notoria a todo lo largo y ancho del organismo, desde los huesos hasta el cerebro, pasando por el pulmón o la sangre. Ejemplo: el crecimiento del niño depende de la creación de nuevas células, compuestas principalmente por proteínas, grasas y azúcares, en cuyo proceso de formación actúan las vitaminas y minerales como directores y protectores.
La alimentación actual de muchos niños refleja algunos errores:

  • Excesiva aportación de grasas en forma de frituras y bollería industrial.
  • Desayuno insuficiente.
  • Escasez de proteínas de origen vegetal (verduras).
  • Abuso de condimentos y especias en los alimentos.
Se aconseja por lo general que el 15% de la comida sean proteínas, el 30% grasas (preferentemente de origen vegetal) y un 55% de hidratos de carbono o azúcares. Dadas estas consideraciones, hay que facilitar la presencia en la mesa de:

  • Vegetales con fibra (ensaladas, verduras, legumbres, hortalizas en general).
  • Frutas (en lo posible, enteras y variadas, aun cuando también el zumo es muy saludable).
  • Cereales (fuente energética muy importante, sobre todo en el desayuno).
  • Azúcares en forma de pan, patata o pastas (espaguetis, macarrones, etc.).
  • Carne roja o blanca y pescado, pero a la plancha, asada o cocida (reduciéndose así el consumo de frituras).
  • Aceite de oliva crudo acompañando a las ensaladas.

Lo más importante es distribuir estos alimentos a lo largo del día en su cantidad y proporción exactas. Con el fin de que resulte más fácil conseguir una distribución equilibrada de los alimentos, la mayoría de los alimentos diarios debe proceder del grupo de cereales, pasta, arroz etc., altamente energéticos, con fibra y vitaminas, seguidos de verduras y frutas, en los que se encuentran proteínas de tipo vegetal (fáciles de asimilar), vitaminas, minerales y otros nutrientes. Hay que alternar, en menor cantidad, carne huevos y pescado (nunca frito), así como aceite de oliva y azúcares.

TXUMARI ALFARO
PEDRO RAMOS.

EL LENTO AGONIZAR DEL UNICORNIO.

¨No te me sueltes nunca en estos cuentos,
del podrá, del podría, del pudiera
ser, tan maravillosos
que cuando yo termino de decírtelos,
nos duele la mirada
de tanto querer verlos en el aire.
Cuando hablo de imposibles
apriétame la mano más que nunca¨.

PEDRO SALINAS.


A Fernando Calderón

Fue como un ramalazo de nieve, como un borbollón de luna llena; junto al pino grande, alrededor de cuyo tronco solías atar las cuerdas amarillas del chinchorro balanceante, péndulo de la calma estival y el aire ardido, junto a los geranios rosas, tenaces, contra el verde de los arbustos linderos, en mitad del aire claro de la tarde que moría, viste su acordado galope, oíste un como tímido relincho, lamento acaso, gemido, qué es éso, y te alzaste de la silla donde escribías, la pluma en la mano derecha, la izquierda desabrochando el primer botón de la camisa, dejando el cuello liberado, respirando mejor, ¿lo viste? Y te volvías apenas hacia Ligia, como no queriendo perder la visión que sabías ya perdida, qué fue, qué había, dijo ella sobresaltada, y acudió a la ventana, puso las manos en tus hombros, te apartó, qué fue, y tú, incrédulo, mirándola, hermosa, próxima, tuya, los ojos de uva con una chispa de miedo, cómo es posible, vas a decirme que estoy loco, Ligia, que he bebido, no sé, era un unicornio, y ella te miraba, un qué, créeme, blanco y bellísimo, la cabeza púrpura y el cuernecillo ese de colores, ahí, junto al pino grande, créeme.
Sangreaba el poniente por el lado del mar, y las gaviotas, chillando, se dejaban caer sobre la arena, al abrigo de la pinada, huyendo del viento que había empezado a levantarse y que mecía las barcas sobre el agua azulenca. Habías salido afuera, buscando en el césped unas huellas posibles, mirando a un lado y a otro, Ligia detrás, tratando de cogerse de tu brazo, estaba aquí, como una aparición, pero era real, tuve tiempo de verlo bien, y andabas hasta la cancela, pero nada, sólo el viento removido, una bandada de palomas, una carreta chirriante cargada de troncos, la tarde mansa.
Llevabas allí un mes, trabajando a gusto, avanzando en el libro a muy buen ritmo, mejor de lo que tú mismo pensaste cuando Ligia se te vino a las manos, se metió en tu vida casi programada como sin darse cuenta, barrió soledades y olvidos, prendió otra vez la llama. Canadá, la monotonía de dos años de clases ininterrumpidas, las charlas con los alumnos que se esforzaban en hablar tu lengua, en recitar los versos de tus poetas, tropezando, equivocándose, el anhelo de regresar, de disponer de seis meses para llevar a cabo el libro iniciado, apenas tres poemas, para entregarte al reencuentro con las raíces, a dar forma a cuanto dentro bullía, para volver a ser. Ligia se te había acercado, a la salida de tu conferencia, la libreta bajo el brazo, decidida, y te había preguntado por qué un poeta como tú, ausente de España durante dos años y a quien interesaba escuchar en lo suyo, se venía a Barcelona a hablar sobre el inconformismo picassiano, escamoteando los versos recientes, últimos; tú le habías dicho que no sólo de versos vivía el poeta y que te atraía mucho la trayectoria del pintor, sus vaivenes, su rebeldía, y que acaso algún día escribirías un libro sobre él; y ella, cómo, sería estupendo, usted es de los pocos poetas fieles a la poesía, ni cuentos, ni ensayos, ni novelas, ya era hora de que intentara otros libros, otros temas. La citaste, al fin, para el día siguiente, ella estudiaba periodismo, le habían encargado una entrevista, sería puntual. Y todo vino ya rodado, apresuradamente lento, la charla en el hotel, el paseo hasta el puerto anochecido, la vieja carabela amarrada, el desvelado pez chapoteante en el agua sucia, las luces rielando de mil formas y colores, la vida de la ciudad sosegándose, al filo de la media noche, hojeando libros y libros en los puestos de las Ramblas, comprando un clavel para Ligia a una florista soñolienta, un puñado de castañas asadas, casi humeantes, a un viejecillo que recogía ya sus cachivaches, apagaba las brasas, cansado. Y Ligia en tus brazos, fácil, por qué, yéndose contigo a la casa solitaria, la casa de Morrison, úsala, la tengo cerrada siempre, allí terminarás tu libro, es un sitio ideal, Ligia, por qué, casi una chiquilla, nunca antes, te dijo, y era verdad, y tú sabiendo lo que hacías, no sabiendo lo que hacías, cerrando los ojos. Ligia, Ligia, muchacha, quiéreme.
Fue como un ramalazo de nieve, bueno, no te pongas en poeta, créeme, fue como un borbollón de luna llena, galopaba por ahí o volaba, junto al pino grande, había luz suficiente, decías, tratando de convencer a Ligia, que ahora caminaba de tu brazo, pisando cuidadosa el césped en torno a la casa, palmeando los troncos de los pinos, acariciando el macizo de adelfas, incrédula pero preocupada, sabiendo que hablabas en serio, temiendo por ti, que anduvieras febril, deja de escribir unos días, a ese paso no vas a hacer un libro, sino tres, descansa, y tú preguntándole ¿de ti?, y ella, mirando hacia otro lado, si quieres... y tú besándola allí, contra la pared de la casa, fría ya en esa hora incierta de la anochecida, con las primeras estrellas arriba parpadeando.
La veías salir cada mañana, la bolsa en la mano, tú a trabajar, te decía, a leer y a escribir, camino del pueblo próximo, a comprar lo necesario para comer, unas botellas, unas flores, y tardaba en regresar, dándote tiempo, dejándote solo, como está mandado, como tú deseas, pero a veces te ponías a pensarla, a desearla, a imaginar que no volvería, recobrada de pronto la cordura, y te veías allí, sin ella, las libretas impolutas, los libros, la máquina de escribir , las notas de tanto tiempo, y te confesabas que no serías capaz, y te sorprendías de haber sido capaz antes, cuando Ligia no estaba, cuando tú y tus versos solamente, y salías al camino, a verla venir la bolsa al hombro, la cabeza baja, una flor de tallo largo entre los dientes, flor que tú le quitabas con cuidado, para besarla allí, sin recato, y ella, pero no seas así, la gente nos mira, ten paciencia, que gente, qué paciencia, le decías, y ella miraba tus papeles y los veía intocados y parecía enfadarse, así no juego, vago integral, poeta de mentira, profesor de pega, canadiense del diablo, a trabajar o no te hago de comer, pero la poesía se te escapaba, se escondía debajo de sus pestañas, al otro lado de su dentadura, en su mismo vientre, y tenías que sacarla de allí, luchando con ella con Ligia, con la poesía-a brazo partido, a tiempo perdido, quién eres, por qué viniste, no te vayas, Ligia, muchacha, nunca.
Apenas te habías quedado dormido, después de dar muchas vueltas, inquieto, oyendo el pausado respirar de Ligia, envidiándolo, viéndola allí a tu lado, su bulto tibio, su melena derramada, suave sedosa, soleada, soñando, sonriendo, sueltos sus senos, sencillamente suya, tuya, apenas te habías dejando caer, olvidado, olvidando, apenas te habías dejado caer en la sima, apenas te habías dejado caer en la sima de no ser sino cosa, memoria de haber sido, animal respirando, cuando el cristal vibró, sonó como campana muy clara, incorporándote, tirando de tus ojos hacia el ventanal lunado, tras el que se recortaban el hocico, los azules ojos, la cabeza toda purpúrea, y el cuerno único, blanco en su base, negro en su parte central y en la punta rojo, sangriento, tal si acabara de hundirse en un pecho, y aún luciese, brillase, mostrase su trofeo, el llanto de la herida. Te miraba, casi implorante, y tú le mirabas, ¿comprendiendo?, como si le pidieras perdón, fijo en sus pupilas que la lágrima encendía, ganado ahora por su proximidad, por su certeza, contemplando la albura de su cuerpo al retirarse un tanto, al girar en busca de un rumor para ti inaudible, hijo de la madrugada. Ligia dormía, andaba por un valle remoto, descalza, otra. ¿Tocarla, despertarla, decirle, mira, tras el cristal, ahora, no hables, mira bien, no dudarás, lo tienes ahí, observándonos, pidiéndonos qué sé yo, eso que tú conoces y yo adivino, a un palmo, propicio a la caricia, mortalecido y doliente, nuestro? ¿levantarse, salir, llamarlo con algún nombre aprendiendo de pronto, comprobar que no estaba, que no era, que en la rama retorcida aleteaba la estrige, chistaba, acechando al topillo incauto, señora de la noche, dueña tristeada? Mejor, reclinar la cabeza en la almohada, cerrar los ojos, dejar resbalar la mano por la colcha celeste hasta tocar el pelo de Ligia, el hombro luego, desnudo, cálido, y detenerla allí, confirmadora, mientras la voz más honda llama al sueño otra vez, lo emplaza, y la razón se yergue, dice que no, rechaza el fogonazo de lo insólito, va poniendo en orden los pensamientos, serenándolos, acordándolos, ya.
Tú habías tomado a Ligia como el mar a sus ríos, la habías aceptado naturalmente, había desembocado en ti como si no pudiese hacer otra cosa; apenas una interrogante, qué dirán los tuyos, y ella, vivo sola, mi madre murió, mi padre está en Montreal, acaso lo hayas visto, acaso algún día os hayáis cruzado en una calle, hayáis ido juntos, codo con codo, en el asiento de un autobús, intercambiando alguna frase en inglés, y eso la divertía, palmoteaba, vivía sola, sí, estudiaba, su padre le giraba, puntual, sus dólares cada mes, las cosas no iban bien entre ellos, como no lo fueron nunca en vida de su madre, no te preocupes, soy mayor de edad (¿desde cuándo?), no tengo que rendir cuentas a nadie, y era una suerte. Pero por qué yo, te decías, por qué ese privilegio, a veces te rebelabas contra tu propia buena suerte, contra esa aceptación lógica, ilógica, de las cosas, por qué tanta belleza guardada para mí, y habías de admitir que la fortuna te había señalado con el dedo, que Ligia era un regalo inesperado, y rechazabas el mañana, hoy, hoy, mañana no ha llegado ,hoy son sus labios, su ternura, mañana es una puerta, mañana es una puerta por abrir, mañana es una puerta por abrir de algún modo, mañana es una puerta por abrir de algún modo ignorado, una puerta que Ligia querrá traspasar, gozosa, una puerta que Ligia no querrá traspasar, llorando, mañana es como un dado, mañana es como un dado que tiras, mañana es como un dado que tiras sobre el tapete verde de vivir y contra el que lo has apostado todo, casi todo, todo, a qué negarlo, a qué engañarte, hoy nada más, y basta.
El libro crecía. Tú podías decir, en algunos momentos de gélida lucidez, de lúcida gelidez, que no habías venido a España a encontrarte con una muchacha más o menos hermosa (más), más o menos cándida (menos), sino a escribir un libro, a escribir el libro, ése con que soñabas en las largas soledades del voluntario exilio, el que tenías dentro bien maduro, tus mejores poemas, al cabo. Pero el libro crecía, pese a Ligia, gracias a Ligia, habías de reconocer, a un paso más vivo que el esperado, y sobre él se proyectaba una luz distinta a la prevista, ¿mejor?, ¿peor?, distinta, eso era todo, una luz emanada de ella o rebotada en ella y puesta a tu alcance, o tamizada por ella, luz que la traspasaba y que llegaba a ti a su través, más tenue quizá, pero más entrañada.
Con la luz en los ojos despertaste. La luna se había adueñado de la habitación y todo parecía transfigurado a su contacto; los muebles tenían una pátina como de otro lugar y otro tiempo, y tus propias manos, que mirabas absorto, se habían tornado transparentes, Ligia no estaba. Tu pierna había buscado instintivamente el roce de la suya, luego, sin volver la cabeza, habías dejado resbalar tus dedos con lumbre por la almohada, por el lugar que aún conservaba su calor y, al fin, habías mirado el hueco, el sitio donde ella dormía un instante atrás, y por dentro del cráneo habías sentido el estallido, el golpe ardiente, y un sudor repentino había mojado tu frente, tus sienes, antes de que saltases de la cama, buscases las zapatillas, el pulso temblante, como presagiando algo, como temiendo lo peor, apartando a inciertos manotazos la mariposilla del por qué, y, ciñéndote la bata, salieses del dormitorio, cruzases la sala -todo en su lugar; la lámpara de pie, la mesa de mármol rosa, la figura guineana de madera, el sillón frailuno...-, abrieses la puerta, e irrumpieses en mitad de la madrugada como un fantasma, alucinado, deslumbrado de tanta luna sobre el jardín, de tanta claridad derramada, con los vecinos pájaros desvelados y la adelfa rojeando y la mimosa agitando sus puños amarillos y los pinos dejando oír su susurro hojoso, en tanto el mar, allá, a un paso, ronroneaba, gato azul lastimado, acariciado a contrapelo y por ello irritado, pero disimulando, familiar, fingiendo someterse, cuando en verdad la extraña hora fosforescente erizaba su espuma, afilaba sus uñas abisales y le ponía al borde del salto, al borde de la salvaje sacudida descubridora de su sangre ancestral irrenunciable.
Ligia estaba allí, de espaldas, junto a la cancela, cerca de la pileta de la fuentecilla, el fino camisón dejando ver su cuerpo perfecto, duro y joven, ese cuerpo que había resbalado de sus manos los días primeros como pez en el agua, mitad pudoroso, mitad incitante, que luego había sido tuyo en una entrega absoluta, hembra cerrándose en un círculo, completándose de golpe, cadena a la que faltase un solo eslabón y éste apareciese de pronto, rotundo, fijándose con un limpio chasquido integrador, cadena apresante y liberadora, dolorosa y capaz de consolar. Ligia estaba allí, de espaldas, y anduviste hacia la izquierda hasta distinguir su perfil, hasta descubrir ante ella dos, tres metros más allá, la mancha conocida, la forma esbelta, la soberbia estampa del unicornio, más blanco ahora, más azules los ojos, pero de un púrpura atenuado la noble cabeza, que miraba a Ligia, que la veía dar un paso hacia delante e inmediatamente las cuatro finas patas retrocedían en igual proporción, guardando la distancia, eludiendo la mano que Ligia adelantaba temerosa, negando la caricia que con sus mismos ojos suplicantes alentaba.
El tiempo se había detenido. O corría tanto que no se advertía su pasar, y todo permanecía como en un lienzo, intacto, Ligia allí, y el unicornio, y tú, espectador único, sobrecogido, mudo, retrocediendo ahora, obedeciendo a un impulso súbito, comprendiendo que Ligia, bajo la helada luz lunar, resbalaba hacia el mármol, podía tornarse estatua de sal con sólo volver la cabeza, buscando en el armario la larga pañoleta oscura, saliendo de nuevo y caminando despacio hacia ella, cubriendo su figura de nieve con mucho tacto, para no sobresaltarla, para no despertarla, si dormía.
El unicornio cayó de rodillas y Ligia, arrebujada en la lana confortable. Le ofreció su regazo, pero la rara criatura no lo aceptó, y siguió cayendo, al par que el instante crecía hasta alcanzar la medida del sol en los espejos, es decir, el tamaño de la sed, y entonces pudiste ver cómo Ligia lloraba sin ruido, lloraba sin ruido dulcemente, lloraba sin ruido dulcemente acunada por el agua que había comenzado a brotar, a extenderse sobre la hierba, a empapar sus pies descalzos, el cuerpo todo del unicornio yacente, y era fácil para ti entender tanta desolación, y era difícil para ti y para la alta madrugada y para cuanto se sentía terrenal y decididamente gravitante, consentir tanto vuelo, levedad tanta, la hembra allí, quebrada su doncellez como un vaso de vidrio amatista, el delicado animal vencido, a punto de disolverse, como el squonk, no como él huraño, no vecino de la cicuta, sí lagrimeado, hecho llanto inmenso, esclavo de su destino, sujeto a un suplicio casi tantálico, sin posibilidad de huida, más sabiendo que su terquedad precipitaba su derrota.
Y rompiendo ataduras, mordiéndote los labios para no vacilar, borrándote de la memoria los vestigios de lo que nunca fue , borrándote de la memoria más recóndita los vestigios solemnes de lo que nuca fue verdad, porque la huella no pisada es como el útero propicio que el amor no regó, de esta misma manera avanzaste otra vez hasta el lugar donde Ligia esperaba, avanzaste o llegaste, porque estabas en él como la yerbabuena está en el pozo o el vencejo en la torre, ocupando su espacio preparado, y encerraste el cuerpo de Ligia entre tus brazos y delicadamente lo hiciste andar hacia atrás, como el súbdito respetuoso abandona el salón imperial al que por un instante tuvo acceso, lo hiciste ir hacia la casa, recuperándolo, sintiéndolo poco a poco y cada vez más tuyo, más tuyo cuanto más lo alejabas de donde lo hallaste. La luna se escondió tras un carro de nubes que arrastraba allá arriba los velos de la veste de la sombra, y la madrugada tembló, puso en pie de batalla las interminables hileras de las hormigas vengadoras, apagó los silencios y se dejó aplastar, mientras tú, tras los vidrios, abrazado el cuerpo desnudo de Ligia, que ardía, mirabas, conmovido, el lento agonizar del unicornio.

CARLOS MURCIANO.

lunes, 23 de marzo de 2015

SUEÑOS SEMILLA.


En 1980 me crucé
con algunos de los
libros del doctor
Ira Progoff y con su
metáfora maravillosa
del roble y la bellota.
De la lectura de sus
trabajos surgió esta idea.

En el silencio de mi reflexión
percibo todo mi mundo interno
como si fuera una semilla,
de alguna manera pequeña e insignificante
pero también pletórica de posibilidades.

Y veo en sus entrañas
el germen de un árbol magnífico,
el árbol de mi propia vida
en proceso de desarrollo.

En su pequeñez, cada semilla contiene
el espíritu del árbol que será después.

Cada semilla sabe cómo transformarse en árbol,
cayendo en tierra fértil,
absorbiendo los jugos que la alimentan,
expandiendo las ramas y el follaje,
llenándose de flores y de frutos
para poder dar lo que tienen para dar.

Cada semilla sabe
cómo llegar a ser árbol.
Y tantas son las semillas
como son los sueños secretos.

Dentro de nosotros, innumerables sueños
esperan el momento de germinar,
echar raíces y darse a la luz,
morir como semillas...
para convertirse en árboles.
Árboles magníficos y orgullosos
que a su vez nos digan, en su solidez,
que oigamos nuestra voz interior;
que escuchemos
la sabiduría de nuestros sueños semilla.

Ellos, los sueños, indican el camino
con símbolos y señales de toda clase,
en cada hecho, en cada momento,
entre las cosas y entre las personas,
en los dolores y en los placeres,
en los triunfos y en los fracasos.
Lo soñado nos enseña, dormidos o despiertos,
a vernos,
a escucharnos,
a darnos cuenta.
Nos muestra el rumbo en presentimientos huidizos
o en relámpagos de lucidez cegadora.

Y así crecemos,
nos desarrollamos,
evolucionamos...

Y, un día, mientras transitamos
este eterno presente que llamamos vida,
las semillas de nuestros sueños
se transformarán en árboles,
y desplegarán sus ramas
que, con alas gigantescas,
cruzarán el cielo,
uniendo en un solo trazo
nuestro pasado y nuestro futuro.

Nada hay que temer...
Una sabiduría interior las
acompaña...
porque cada semilla sabe
cómo llegar a su árbol.

JORGE BUCAY.