jueves, 5 de febrero de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.


CAPÍTULO V

Oscurecía. El todoterreno Nissan plateado bajaba lentamente por la Vía Toledo y se detuvo a la derecha, en doble fila, las luces de avería comenzaron a lucir su intermitencia destellante. Umberto tenía la mirada baja, no quería ver más allá del interior del vehículo. Tampoco le interesaba los comercios que tan bien recordaba y que sucedían en la calle. Se conservaban exactamente igual desde hacía años.
Estaba nervioso, inseguro, aunque poco a poco había conseguido superar la fuerza interior que le impedía pasar por esa calle. Solo escuchar su nombre le producía una desestabilización en todo el cuerpo.
Le había puesto a Violeta mil excusas inventadas para evitar pasar por allí, pero la casa de ella, en la subida a Montecalvario, le ponía una y otra vez ante la evidencia. Y entonces, después de darse ánimos y valor durante días, le explicó lo que significaba ¨Vía Toledo¨ para él, lo que había ocurrido y vivido en ella, el sonido de los disparos, el frío y la angustia que le inundó el cuerpo cuando corrió tras su madre para ver después a su padre tirado en el suelo, sin vida.
Violeta, como cualquier napolitano, conocía perfectamente esas imágenes repetidas cientos de veces en periódicos y televisión con distintos protagonistas. Un constante ajuste de cuentas y de fuerzas del que daban fe hombres, con frecuencia jóvenes, inertes, y partiendo de ellos un charco de sangre.
Ella lo comprendió, se acurrucó en él, y después de un largo silencio le preguntó por qué no se lo había dicho antes. No supo contestarle. Sus miedos eran suyos, nunca los había compartido con nadie, ni con su madre, que bastante tenía con las dificultades por las que tuvo que pasar para salir adelante. Los estudios llenaron un pequeño porcentaje de su vida, porque casi todo el tiempo estaba inundado por la soledad, el miedo. Pero ¿miedo a qué? A nada en concreto, a todo en general.
Cuando Umberto con veintitrés años, terminó sus estudios y comenzó a trabajar dando clases cobrando un sueldo regularmente, le dijo a su madre que ahora le tocaba a ella descansar. Y así fue, su madre murió, como si su misión en esta vida hubiera sido situar al hijo en el siguiente peldaño de un nuevo tramo de escaleras por las que tendría que continuar. Otra etapa de su vida, pero a partir de ese momento la debía realizar solo.
Sin pensar intuía que cuando la vida se fijaba en ti para hacerte daño, nada se podía hacer. El suceso, unido a la sensación de derrota, aumentaba la crueldad del hecho en sí mismo más de lo que nadie pudiera imaginar y él fuera capaz de explicar. Cada día salía a la vida sin saber lo que le iba a ocurrir, el mal siempre acechando y descargando toda su furia en un segundo, sin previo aviso, con una intensidad que se acumulaba a lo ya pasado y le seguía marcando para el resto de la vida.
Lo que a Umberto no se le pasaba ni remotamente por la cabeza era que, igual que el mal, la suerte, o el bien, como lo queramos llamar, también se te podía cruzar. Y a él por fin le había ocurrido.
Al día siguiente de contarle a Violeta que a su padre lo asesinaron en esa calle, la cruzaron los dos cogidos de la mano. Él, que medía unos treinta centímetros más que ella, parecía un niño pequeño, torpe, consiguiendo dar sus primeros pasos porque iba cogido de una mano protectora. Y nada más dejar Vía Toledo para iniciar la subida a Montecalvario comenzó a crecer, surgió el hombre, y la acompañó por primera vez a la puerta de su casa.
Y ahora estaba allí, esperándola. Se sentía incomodo, pero cada vez menos. Levantó la cabeza al tiempo que la giraba hacia la derecha para no ver los comercios, las gentes, la vida que transcurría. Solo le interesaba la calleja que bajaba recta, en penumbra. Enseguida vio el punto de color y alegría, Violeta sonriente con luz propia bajo palio de gran cantidad de cordeles aéreos que se cruzaban con ropa tendida, y una minifalda que dejaba a la vista medio muslo de sus delgadas pero bien formadas piernas. El pelo lo llevaba más largo que cuando la conoció y sus hoyuelos la hacían ahora solo más guapa, ni rastro de la primera imagen un tanto pícara que le hizo dudar de si era chico o chica.
Subió al coche y no pudo evitar mirarle las piernas, después se encontró con su sonrisa, y más arriba sus ojos mirando alternativamente los suyos.
_Hola _le dijo con su suave y preciosa voz.
_Hola.
Y se besaron en los labios. Se separaron, ella lo siguió mirando de la misma manera. Sabía lo que significaba para él estar allí y se alegraba de que lo fuera superando.
El automóvil se puso en marcha y salió hacia la izquierda por la primera calle que le estaba permitido. La circulación era nerviosa, llena de aceleraciones y frenazos. Por Vía Armando Díaz llegaban al corso Umberto I, donde la calle ensanchaba. Un enjambre de pequeños coches y motocicletas les adelantaban por la izquierda y la derecha. Él iba preocupado, nervioso, algo asustado; ella, sonriente y tranquila.
Junto a la Universidad Federico II había una cafetería que te ofrecía más que la mayoría. Café, dulces, comida rápida de pasta italiana, fritura de pescado que incluso te la podías llevar dentro de un cucurucho de papel de estraza. Al fondo, junto a la cristalera, solían ponerse ellos. Desde allí contemplaban el aluvión que en determinadas horas entraba, salía, se movía en su ir y venir diario.
Nada más sentarse frente a frente en la pequeña mesa redondas con pie de hierro y losa de frío mármol gris arabescato, Violeta alargó sus dos brazos y le quitó las gafas a Umberto, que aumentaba su aire de despistado. Echó el vaho a los cristales y con un pico de su blusa los limpió, miró que hubieran quedado bien, y se las volvió a poner; después le arregló el cuello de la camisa. Repasaba todo en él, siempre con una sonrisa en la cara y sus ojos de joven enamorada.
Umberto se dejaba hacer, cada vez se sentía mejor, sobre todo cuando estaba con ella. Una vez que todo quedó como Violeta deseaba, miró a la calle. Los edificios viejos, las fachadas sucias. La continua corriente de personas, muchas con aspecto desaliñado, gris. Y volvió la mirada hacia dentro, hacia él.
_Umberto, si yo me marchara al fin del mundo, ¿vendrías conmigo?
Aunque ella estaba alegre había un gesto de seriedad en el fondo que él no apreciaba. Su pregunta le pareció infantil. También le contestó sonriendo.
_Sabes que sí.
_¿Lo dejarías todo, tu trabajo?
_Solo tengo un trabajo y a ti, así que si tú te vas...¿qué me quedaría?
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que había algo distinto en Violeta, ese matiz. Pero enseguida pensó que ella estaba más atada a aquella ciudad que él, era hija única, adoraba a sus padres, reconocía el esfuerzo que habían tenido que hacer para darle una educación y unos estudios. Por nada del mundo los dejaría, o lo que es igual, nunca se iría de Nápoles. Pero por su mirada se dio cuenta de que aún seguía esperando una respuesta.
_Sí. _Sabía que era lo que ella quería escuchar, también era verdad.
_Entonces nos marchamos en un mes.
_¡¿Cómo?!
_Voy a aceptar una oferta de trabajo que me han hecho.
_¡¿Qué?!
Violeta volvía a estar solo alegre, pero fuerte, decidida, sin matices. El brillo de luz y vida en su rostro estaba en todo su esplendor, mientra que Umberto volvía al nerviosismo y una inseguridad acrecentada que le hizo temblar algunas partes de su rostro. Las minúsculas gotitas de sudor le inundaron el cuerpo, cogió una servilleta y se la puso en la frente.
Ella se echó hacia delante, se acercó más a él, le habló despacio bajando la voz y separando con gestos afirmativos cada una de las palabras.
_Tengo una importante oferta de trabajo y voy a decir sí.
_Pero... ¿vas a dejar Nápoles?
_¡Vamos a dejar Nápoles...! _le contestó haciéndole un gesto de extrañeza y reproche a la vez.
_Pero...¿y tus padres?
_Vendremos a verlos en vacaciones.
_Pero...¿cómo los vas a dejar?
Su cara cambió, se puso muy seria.
_Pero, pero... ¡Umberto...! ¡No los voy a dejar!
_Bueno, has dicho que vendríamos por vacaciones, ¿no?
_Sí.
_Entonces ellos se quedan aquí.
_Sí, pero yo no dejo a mis padres _dijo muy seria afilando la mirada.
_Bueno, no sé.
_Sí sabes, Umberto, sí sabes! No tenemos futuro en esta ciudad, es ley de vida.
Le habían molestado sus palabras, cosa que pocas veces ocurría. Ella siempre le perdonaba todo. No miraba nunca desde el punto de vista negativo nada que procediera de él.
Sabes cómo los quiero... continuó_, su vida ha sido la que ha sido conforme a sus circunstancias, me lo han dado todo. Pero la nuestra y la de nuestros hijos tendrá que ser eso, nuestra, y nosotros darles también a su vez todo a ellos.
No era la primera vez que Violeta le hablaba a Umberto de hijos, y a él, que siempre se sintió desprotegido desde que murió su padre a pesar de los esfuerzos y cuidados de su madre, la palabra ¨hijo¨ era otro motivo para hacerle temblar.
Y fue cuando reparó en que aún tenía la servilleta pegada en la frente. Terminó de limpiarse el sudor, la arrugó, no sabía dónde echarla, se la guardó en el bolsillo del pantalón mientras de nuevo le embargaba la sensación de que él no iba a ser capaz de cargar con esa responsabilidad, no se sentía preparado, no iba a poder dar a ese hijo el calor y la seguridad que iba a necesitar en su desarrollo.
_Entonces, mi trabajo...
_¿Qué problema hay?
_Lo tengo que dejar.
_Sí, dejas de dar clases aquí y las das allí.
Desconectó. Otro problema, adaptarse a otro ambiente, otros edificios, aulas distintas. Hizo un esfuerzo para salir de su miedo interno y se dio cuenta de que ella esperaba una pregunta, entonces cayó.
_Allí, ¿donde?
Y en ese momento la cara de Violeta se iluminó de nuevo.
_¡En Nueva York!
_¿Nueva York?
_¡Nueva York! ¡La Gran Manzana! ¡Wall Street!, ¡como quieras!
Umberto tomó aire y asintió con la cabeza. La comprendía, podía ser una oportunidad única. Pero él no se veía allí dando clases, cada año le costaba un suplicio el principio de curso. Su inseguridad ante los nuevos alumnos estaba presente al menos durante el primer mes, hasta que poco a poco conseguía concentrarse en las materias a impartir e iba dejando atrás sus miedos. Y no solo eso.
_¿Y a mí, qué escuela o instituto me va a contratar si apenas hablo inglés?
_Lo hablarás, ya verás como no hay problema para que sigas en la docencia. Todos, todo termina cruzándose con las finanzas, con el dinero, y allí estaré yo. Saldremos adelante.
Violeta estaba contenta. Había pensado y meditado mucho sobre Umberto Y SUS FOBIAS, de cómo ayudarlo a superarlas. Sabía que él lo iba a conseguir en cuanto su propia fuerza dejara de aprisionarle, de desestabilizarle, y la proyectara hacia fuera en vez de hacia dentro. Sería capaz de todo lo que se propusiera, era más fuerte de lo que él mismo creía. Y cuando pensaba en la llegada de ese momento sería ella la que se sentiría insegura. Era napolitana, sabía lo que Umberto había vivido, escuchado, visto... Las actitudes de los que le habían rodeado. Conocía quién dio la orden de matar a su padre. Aprendió muy pronto que los hombres con poder frecuentemente desean a la mujer de otro, la mujer del vecino, hacen todo lo que consideran para tenerla sin temor a nada. Y si no lo consiguen, la convierten en una desgraciada cada uno de los días que a partir de ese momento viva, a ella y a los que la rodean. Cuando Umberto dejase atrás sus miedos, Violeta sabía que iría a por él. De nuevo un círculo de padres a hijos. Eso era Nápoles, y eso no lo quería para Umberto ni para los hijos que tuvieran en un futuro. Quería romper ese círculo vicioso, por eso estaba dispuesta a sacrificarse ella; y era que, sin saberlo, ya comenzaba a tomar decisiones por el bien de los demás, de su pareja, de unos hijos que aún no tenían.
Inconscientemente ella lo había aprendido de sus padres. Cuando pensaba en ellos rápidamente aparecía el consuelo de que ya estaban acostumbrados, un sacrificio más... Y es que a veces la vida te obliga a desempeñar el papel que te ha tocado,sin que tú puedas hacer nada por cambiarlo. ¿O sí lo puedes cambiar? ¿Eso era lo que pensaba Violeta, escapar del destino al que la obligaba Nápoles?

ANTONIO BUSTOS BAENA.

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